Prólogo.

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Sentía la brisa fresca acariciándome el rostro con sus dedos hábiles y gélidos, como si esta quisiera sostener entre sus manos transparentes el calor de mi cuerpo. Varios cabellos rebeldes comenzaron a revolotear alrededor de mis ojos y esto hizo que mi campo de visión se entorpeciera ligeramente. Por décima vez traté ajustarme la bufanda e intenté que la tela me cubriera la nariz, que estaba adquiriendo un color rojizo debido al frío que la reciente noche había dejado tras de sí. No conseguí mi propósito y la prenda volvió a colgar demasiado ligera alrededor de mi garganta. Decidí dar la tarea por imposible y liberé un suspiro involuntario; una masa de vapor blanquecino se agitó delante de mi boca y luego fue ascendiendo, desapareciendo rápidamente a medida que lo hacía.

Las farolas redondas como soles ya estaban apagándose; con la incipiente luz del nuevo día ya no era necesario que éstas iluminaran las avenidas por las que la gente empezaba a transitar. Unas cuantas personas caminaban por los alrededores con el cuerpo encogido por las bajas temperaturas. El silencio de la temprana mañana estaba tan presente que solo se rompía por el ruido de mis pasos chocando rítmicamente contra la acera.

El cielo de color añil se tornaba cada vez más claro y los pequeños puntos luminosos del firmamento comenzaban a abandonar su brillo para desaparecer entre la luminosidad naciente.

Me sorprendí a mí misma escrutando lo que había por encima de mi cabeza y me sentí tan insignificante ante lo que me rodeaba que tuve la sensación de que podría desaparecer y nadie se percataría de ello. A pesar de que toda mi vida había transcurrido en aquel lugar, era imposible habituarme a aquella estructura imponente que nos observaba desde lo más alto; era tan grandiosa y majestuosa que pocas cosas en el universo podrían ser un digno rival.

La inmensa cúpula de cristal, que siempre cubría la ciudad para protegerla de las potentes nevadas y de los fuertes vientos helados, tenía millones de diminutas ranuras que dejaban pasar el aire limpio y que se cerraban cuando la nieve amenazaba con golpear con furia la ciudad. Afortunadamente, aquella descomunal cristalera irradiaba el calor necesario para mantenernos con vida en el interior y para poder derretir el hielo antes de que se quedara estancado sobre ella. (Aunque, al parecer, hoy el frío en el exterior era tan intenso que la calidez que esta nos aportaba no era suficiente para mantenerlo a raya).

Aquella gruesa bóveda era el motivo por el que la raza humana aún continuaba con vida, al fin y al cabo, ni siquiera habría oxígeno suficiente a aquella altitud para poder abastecer a toda la población si la construcción no derramara sobre nosotros el valioso gas constantemente.

Miré a mi alrededor y vi cómo las pocas personas que paseaban por las calles ni siquiera se inmutaban ante tal obra de la humanidad, parecían tan acostumbrados a su presencia que ya no se molestaban en pararse a comprobar si continuaba allí, sobre ellos, tan gloriosa y protectora como siempre.

Los semáforos cambiaban de color cada cierto tiempo, pero nadie prestaba atención a su cometido. No había demasiados peatones y casi ningún vehículo recorría el asfalto. A aquellas horas solo algún que otro camión circulaba por las carreteras, aparcando frente a determinadas tiendas para descargar las cajas de mercancía.

Miré mi reloj y me di cuenta de que aún contaba con una hora antes de mi próxima misión, por lo que decidí aproximarme hasta los límites más cercanos de la ciudad y allí admirar el nacimiento de nuestra gran estrella; el sol se asomaba por el horizonte, bañando las cercanías con su cálida luz.

Las montañas sólo eran insignificantes y molestas piedras verdes bajo nuestra imponente sombra. Únicamente los picos naturales más descomunales de la faz de la tierra sobrepasaban la mayor construcción jamás creada por la humanidad. A pesar de que siempre habíamos puesto nuestro mayor empeño en jugar a ser dioses, la naturaleza siempre estaba por encima de nosotros; como debía ser, al fin y al cabo.

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