Capítulo 1

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El océano auguraba una noche agitada. Empezó a llover cuando menos imaginaron y había embravecido el mar en cuestión de segundos.

Vicente se despertó en el momento en que una ráfaga de agua salitre chocó contra la proa del barco. El hombre terminó de bruces en el suelo con un fuerte dolor en sus caderas y extremidades, incluso se había golpeado la cara contra la madera vieja y podrida por el tiempo. Aún abrumado por el golpe, se levantó valiéndose de todo objeto cercano hasta estar en pie. Miró hacia la pequeña ventanilla de su habitación donde la marea alta y enardecida se visualizaba imponente. No podría ver más allá.

Hacía más de dos días que su viaje empezó y no parecía terminar, por lo menos no todavía. Las exigencias de su padre hicieron que tomara sus pertenencias y marchara hacia un lugar del que poco sabía más allá de sus riquezas y de lo que su familia contó en una pequeña reunión. Estaba enojado. No era su intención salir del país, mucho menos de la manera en que lo hizo, pero tampoco deseaba aguantar los enojos, regaños y desatenciones de su padre.

Se colocó un abrigo al escuchar varios golpes en la puerta y suspiró cansino del viaje y de quien llamaba a la puerta con insistencia, pero guardaba la compostura. Ningún tripulante podría tener los modales de él menos aun cuando en la cubierta no hacían más que gritar cosas sin sentido.

—Joven.

Francisco miró a su señor con tanta tranquilidad que a veces lo sacaba de sus casillas.

—Debo pedirle que se quede en su recamara. Allá afuera hay un verdadero desastre. —murmuró en tono bajo, como si alguien pudiera escucharlo.

—Mejor así. Quiero ver el desastre de cerca, amigo mío.

Salió con miras a las escaleras que lo llevarían a cubierta y con aquel corpulento hombre detrás de él inquieto por el ímpetu de su amo. Francisco colgaba con la maldición de conocer muy bien a Vicente Fermín y esa misma ventaja hacía que supiera qué clase de cosas pasaba por su mente. Lo conocía desde que era un pálido capullo de ojos grandes e intensos con el color de las hojas durante el otoño y la cabellera rubia que iba opacándose con el pasar de los años, hasta verlo convertirse en un adulto. El mismo adulto que se apresuraba a detener antes de escuchar la potente voz del capitán replicar.

Lo había oído claramente cuando lo anunció: «Nadie que no fuera de la tripulación debía salir». Serían un estorbo y no lo dudaba.

Advirtiéndolo, se adelantó e impidió que siguiera hasta las escalinatas.

—¡Francisco! —resopló Vicente.

—Retírese a su dormitorio, joven. No lo volveré a decir. —exclamó autoritario.

Bien sabía que no tendría manera de pasar por encima de él. Que se había impuesto un muro en su frente y que aun deseándolo no iría a cubierta donde las voces eran más fuertes que antes. Cuando Francisco podía ser testarudo, lo hacía y ese había sido su momento.

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