Marie

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—¡Si tan sólo dejaras de contarle esas historias a la niña!— por la puerta de la habitación se asomó un rostro amable, algunas canas se repartían por el cabello castaño y en las comisuras de los labios se le marcaban pequeñas arrugas, esas que solamente le aparecen a las personas que han sonreído mucho durante su vida. Un poco más arriba unos alegres ojos grises saludaban a las dos mujeres que se encontraban dentro de la habitación.

Madre e hija, ambas con inconfundibles cabelleras pelirrojas (“Es naranja, mami, no rojo” recordaba frecuentemente la pequeña cuando aludían a esta característica suya) le devolvieron la mirada; la mayor, con el largo cabello anaranjado perfectamente peinado observó a su esposo con cariño mientras extendía una mano hacia él, invitándolo a pasar, éste accedió sin más a la solicitud, acercándose a la cama donde ambas estaban sentadas; la pequeña pelinaranja se puso de pie sobre la cama, brincando sobre el colchón y alborotando su, ya de por sí despeinado, cabello. Con un último salto se lanzó a los brazos de su padre quien la atrapó en el aire, riendo, para luego devolverla al interior de sus cobijas.

—Solamente la estoy preparando— comentó la madre— así como mis padres me prepararon a mí para poder conocerte…

—Algún día ella pasará por lo mismo,— dijo sin más el padre— y sentirá lo que tú intentas describirle sin necesidad de conocerlo de antemano.

—Pero eso solamente pasará cuando su Reloj se detenga, y yo quiero que esté lista desde ahora.

—Pero no es necesario, querida, la estás atosigando con problemas de grandes cuando ella aún es una bebé.

—¿Y si su Reloj le hubiera dado menos tiempo? ¿Entonces te molestaría entonces que yo hablara con ella sobre esto?

—¡Pero no le ha dado menos tiempo! Tiene el justo para crecer y disfrutar y, luego, averiguarlo por ella misma.

Marie, que así se llamaba la niña, a veces se preguntaba por qué sus padres discutían tanto si se suponía que eran almas gemelas; los mayores decían (e incluso su madre siempre se lo recordaba) que el día en que su Reloj se detuviese encontraría a la persona ideal para ella, “su media naranja” como lo llamaban algunos; alguien diseñado a su medida con quien compartiría hermosas experiencias, pero, ¿y las peleas? Nadie nunca hablaba de eso.

La pequeña no debía tener más de seis años, y una mata de pelo alborotado sin control se extendía alrededor de su pequeña cabeza, como lo llevaba frecuentemente su madre a su edad, aunque en el centro de su rostro resaltaban los mismos ojos grises que poseía su padre.

—Yo no quiero eso— dijo, y sus padres interrumpieron su discusión al voltear a verla, extrañados— además falta mucho, mucho tiempo— agregó mirando los pequeños números rojizos que resaltaban en su muñeca derecha. 

—El tiempo se pasa volando, May— le susurró su madre dándole un beso en la frente— y, pronto, esos números llegarán al cero y el amor te encontrará.

—Yo no quiero que me encuentre el amor— la niña hizo un puchero, cruzándose de brazos y pidiendo apoyo en los ojos de su padre— yo quiero buscarlo.

—Eso no se puede, mi amor. Ya sabes que todos nos regimos por este perfecto conteo.

—Déjala, Margaret, está cansada. Te dije que no era buena idea hablarle de éstas cosas siendo tan pequeña.

—No me digas que es lo que puedo o no decirle a mi propia hija, no se puede pasar toda la vida con esas historias cursis y sin sentido que tiene metidas en la cabeza. ¿Buscar el amor? En serio, Julián, ¿cuántas veces has escuchado eso? Es de lo más extraño...

—Por si no te acuerdas, Margaret,— interrumpió Julián con mala cara— May también es mi hija, y por lo tanto tengo tanto derecho como tú para decidir sobre qué le podemos hablar y, por supuesto, yo apoyo la idea de que mi hija desarrolle un libre pensamiento con respecto a la forma de encontrar el amor.

Marie odiaba que hablaran así, como si ella no existiera, como si no pudiera escucharlos o no los comprendiera. Era pequeña, sí, pero no era tonta, y ella sabía que aquella cuenta regresiva que estaba planeada para cambiar su destino no podría controlar su vida.

Miró a los ojos azules de su madre, como reprochándole algo, pero Margaret no comprendió su mirada, furiosa como estaba con la pelea con su marido. Volvió a besar en la frente a su hija, y la arropó para que durmiera cómodamente. Julián, su padre, se aproximó y sacudió su cabello para después besarla en la mejilla.

—Descansa, May— le dijo entrecerrando los ojos con ternura, para después agregar como un susurro al oído de la pequeña— ya verás que el Reloj no es tan malo, pero si no te parece déjame decirte que solamente tú decides que hacer con el tiempo que se te ha otorgado. Pero no se lo digas a mamá, que ya sabes cómo se pone con esas cosas.

Marie sonrió, abrazando a su padre por el cuello y llenando su cara de besos.

—Además— murmuró Julián mientras recargaba su frente en la de la niña— aún te faltan más de diez años para que se detenga, tienes tiempo de sobra para pensar en muchas cosas. Y yo siempre estaré aquí, para apoyarte en cada decisión que tomes.

Marie se limitó a encogerse de hombros y darse la vuelta sobre su costado mientras cerraba los ojos. Ya tendría tiempo para pensarlo.

The clock [Editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora