Dirigí mi asustada mirada y contemplé mi reflejo en el sucio espejo. Posé mi pequeña mano en él y me fijé en mí misma: debería vestir de blanco, como el resto de niños, pero lo único de ese color en mí era mi apagada piel y la zona que envolvía el negruzco iris de mis ojos. Tan abiertos los tenía por el pavor que se avecinaba en mi mente, que persona tan tranquila como yo no fue capaz de mantener la calma, pues veía a la Muerte pasearse por mi cuarto. Era un ente alto y esquelético que jugaba a los dados para decidir a quién se llevaría esa noche. Esa noche y todas las contiguas. En cambio, nadie fijábase en ella. Nadie, nunca; excepto cuando era demasiado tarde y no había vuelta atrás. Anochecer tras anochecer, colábase en esta casa maldita, llevábase al afortunado que los dados seleccionaban, para luego acercarse a mí y rozar mi pálida y sucia tez con su áspera y fría mano huesuda y susurrarme que yo era distinta, que no merecíame esa vida, que fuera con ella a la siguiente, que todo sería rosa. Pero yo tenía pánico.
Noche tras noche fueron cayendo todos. Todos salvo yo. Y cuando quise huir de aquel infierno que era la vida, ella consiguió llevarme a su lado sin la ayuda de sus dados: me abandonó sin más, cesó de visitarme cuando la oscuridad se hacía dueña de mi cuarto, perdí mi cordura y caí rendida en sus manos, presa de la locura, desesperación, agobio y tristeza. ¿Por qué ha tal niña como yo de cometer un suicidio? Solo tengo 15 años.
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Hipócrita rosa y dulce negro
PoëzieEl mundo desde la perspectiva de una simple mundana.