Capítulo tres: Primer viaje al pasado

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 — ¿Y ahora? —preguntó Ismael aún pálido por el viaje.

—Ahora viene cuando vomitas delante de todo el mundo —respondí con sorna.

—Confirmado, eres idiota. — Movió la cabeza de un lado a otro mientras decía la frase. No pude evitar sonreír.

—Ahora nos vamos al apartamento. — Por una parte estaba feliz de estar otra vez en mi tierra, pero no podía dejar de pensar lo que se me venía encima. Recuerdos olvidados, momentos desagradables, etc.

Alquilamos un coche cerca del apartamento y como Ismael no conocía la zona, yo me hice cargo del volante. Conocía bien la dirección, ya que quedaba a un par de calles de mi antigua vivienda, sólo que cuando yo me había marchado allí había una pequeña lavandería. Estaba seguro de que me lo iba a encontrar todo muy cambiado, menos una cosa: mi padre.

No tardamos mucho en llegar al lugar indicado. Un edificio no muy alto y decorado con un color amarillo apagado se imponía ante nosotros. Dejamos el coche en el aparcamiento y me dirigí a la recepción. Por la altura del edificio no debía de haber más de seis pequeños apartamentos en el lugar.

—Buenas tardes, señores. ¿En qué puedo ayudarles? —preguntó la atractiva joven de la recepción.

—Te ha llamado señor, cómo se nota que no te conoce. — Cómo no, Ismael tenía que hacer la gracia de turno. La joven se rió ante su comentario y posó sus ojos sobre mí, esperando una respuesta.

—Tienes razón. Si me conociera me habría llamado rey. — Estaba deseando ver la reacción de mi amigo, que fue la esperada. Arrugó la nariz dejando ver que no se lo esperaba, mientras la joven reía a carcajadas.

—Buen golpe. — Terminó por decir. Después, me dirigí directamente a la joven.

—Buenas tardes y disculpe el numerito. Tenemos una reserva a nombre de Rafael Portela —expliqué. La joven se dispuso a buscar en su ordenador y tras un par de minutos, nos confirmó la reserva. Nuestro apartamento estaba en el tercer piso, firmamos los papeles, recogimos la llave y nos encaminamos hacia él.

No me había equivocado, se trataba de algo pequeño. Nada más entrar se podía observar una pequeña cocina americana, claramente unida a un salón completo pero pequeño. A la derecha había un baño y a la izquierda, dos puertas que llevaban a las habitaciones. Ambas eran pequeñas y funcionales.

Una vez ordenadas mis pertenencias, cogí mi móvil y tras mucho darle vueltas, marqué el número.

— ¿Sí? — Conocí su voz al otro lado de forma inmediata.

—Hola, Sofía. — No pude envitar sonreír, esperando su reacción.

— ¡Mi niño! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? —preguntó la mujer alegremente. En esos momentos era cuando me arrepentía de no llamarla más a menudo. Ella siempre estuvo ahí para mí cuando hizo falta.

—Estoy bien, ¿y tú? — La melancolía de días pasados me estaba inundando.

—Cada día más vieja, hijo. Dime, ¿cómo va el trabajo? — Siempre estaba preocupada por todo.

—Bien, de hecho por eso te llamo. — No la tenía delante pero sabía exactamente el gesto que tendría en su cara. Estaría mirando para arriba y con el ceño fruncido.

— ¿Has tenido algún problema? ¿Quieres que hable con tu padre? — Había conseguido alarmarla y esa no era mi intención.

—No, no. De hecho no quiero que sepa que te he llamado y tampoco que le cuentes nada de lo que te voy a decir. ¿Hay trato? — Era una pregunta tonta, yo sabía que aceptaría.

— ¡Claro, pero dime! Me tienes en ascuas. — Una sonrisa asomó a mis labios. Seguía igual de curiosa que siempre.

—Estoy en La Muralla. Me han asignado un caso y he tenido que viajar hasta aquí. Me gustaría verte pero no quiero que él sepa que he venido —aclaré.

— ¿Estás aquí? ¿Y a qué estamos esperando? Venga, dime dónde quedamos. Prometo ser una tumba. — Me esperaba esa reacción.

Quedé con ella en una pequeña cafetería, cerca del centro de la ciudad. Cuando era pequeño y quería escapar, siempre iba allí. Sofía pacientemente iba a buscarme y peleaba conmigo para convencerme de que volviera a casa. No me estaba haciendo bien revivir los momentos de mi infancia.

Le dije a Ismael que iba a dar un paseo y me encaminé a la cafetería. Mientras recorría las calles tan conocidas para mí, los recuerdos me abrumaban.

—Papá, el circo está en la ciudad. ¿Puedo ir, puedo ir? —gritaba. A modo de respuesta, mi padre me soltó un buen bofetón. De inmediato comenzaron a brotar lágrimas de mis ojos.

—Es sólo un niño. Yo te llevaré, cielo. — Intentó defenderme Sofía.

—Y tú solo una sirvienta. No lo olvides nunca. — Aquellas palabras llenas de desprecio, hicieron que mi niñera y empleada de la casa, se sintiera dolida. Llevaba quince años trabajando para mi padre y ahora, me estaba cuidando a mí. Era como un miembro más de la familia excepto para mi padre, que tenía que marcar las distancias.

Me resultaba imposible olvidar los desplantes, malas contestaciones y malos ratos que había tenido que pasar mi niñera por defenderme. Lo justo era que la llamase a menudo e incluso, que la visitara de forma más habitual. Pero no podía, el simple hecho de estar en esta ciudad ya me tenía los nervios de punta.

No tardé en llegar a la cafetería y me llevó unos minutos reconocer a mi niñera. Hacía varios años que no la veía y lo cierto era que había envejecido considerablemente. Se encontraba en una de las mesas, de espaldas a la puerta.

Me acerqué sigilosamente por detrás y tapé sus pequeños ojos con mis manos. De forma casi instintiva, posó sus manos sobre las mías.

—¿Rafa? —preguntó emocionada.

No respondí, sólo la destapé los ojos y dejé que se levantara para quedarse frente a mí. Sí que habían pasado los años por ella, pero seguía teniendo su mirada dulce, tierna y llena de cariño por mí.

—Hola nana —saludé.

De forma inmediata se avalanzó sobre mí y yo la recibí encantado. Esa mujer había sido mi madre, abuela y compañera de juegos desde que nací. No pude evitar que una lágrima resbalara por mi rostro, la había echado mucho de menos.

Ella, por su parte, había empezado a sollozar de forma sonora mientras repetía mi nombre una y otra vez. La había hecho feliz y eso, era lo máximo que me podía pasar. Este simple abrazo me había dado fuerzas para continuar mi estancia aquí. Resolvería el caso, que era a lo que había venido, y aprovecharía el tiempo con Sofía. El resto sólo era algo secundario.

Tras un rato de sonoros besos y abrazos, nos sentamos para empezar una larguísima charla que nos ayudó a ponernos al día, recordar cosas y conocer un poco más del otro después de tantos años. Por un momento, me sentí niño de nuevo.

Ese maravilloso tiempo, no tardó en verse interrumpido por el sonido de mi teléfono.

—Dime —respondí al conocer el número que me estaba llamando.

—Tienes que volver al apartamento, rápido. — No entendía esas prisas tan repentinas.

—¿Por qué, Ismael? ¿Qué ha pasado? — Lo cierto era que me estaba alarmando.

La búsqueda de la verdad.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora