El reencuentro.

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Año 483.

ALREDEDORES DE TECHO AZUL.

Melkíades lucha contra sus párpados.

Sabe que acabarán venciendo la batalla y los cierra completamente.
Su cuerpo se relaja y con un fuerte y violento golpe cae contra el sólido suelo desde el caballo. Se despierta al instante y se lleva las manos a la cabeza, adolorido.

-Será mejor que acampemos. Aún nos queda un buen trote hasta Tierras Muertas.
Comenta al verlo en la tierra.

Los cinco hombres se bajan de sus caballos y junto a Melkíades, que se levanta con dificultad, se adentran algunos metros en el espesor del bosque. Lo último que quieren es ser vistos por cualquiera que ose pasar por allí.  

Uno de ellos va en busca de leña para quemar. 

Hace demasiado frío aún con el Sol en todo su esplendor. Las temperaturas del Norte nunca suben de los diez grados, por ello, cada hombre, mujer o niño que se atreva a adentrarse por aquellos caminos, corre el riesgo de morir congelado. Las pieles pueden incluso llegar a ser más importantes que una espada.

Otros dos se aventuran entre los kilométricos árboles para cazar algo con lo que abastecerse y llenar sus hambrientos estómagos.

Los dos últimos se quedan junto a Melkíades. 

Uno de ellos amansa a los caballos, también con ganas de comer.  

El que los interceptó y el único que le dirigió la palabra desde que salieron, lo mira intimidante. Melkíades intenta no mirarlo, lo pone nervioso y observa las hojas de los árboles más altos mecerse al ritmo frío de la suave brisa.

-El castillo quedó sepultado ante los Zititas- le comenta tras el silencio. Melkíades no quiere seguir escuchando-. Mataron a todas nuestras mujeres y a sus hijos- cierra los ojos y aprieta los puños con fuerza. El hombre sigue sin apartar sus ojos del chico, analizando desde su yelmo, cada gesto ante sus palabras-. Estuvimos a punto de ser vencidos, pues hubieron muchas bajas. Aún así, conseguimos ponernos en pie y contraatacar.

Suelta el aliento contenido y abre los ojos para mirarlo al fin.

Lo que se puede apreciar de su rostro, se encuentra profanado por algunas arrugas. Gotas de sangre de alguien que ya no se encuentra en este mundo le han salpicado la mejilla derecha y parte de la barbilla. Ni si quiera se ha molestado en limpiarlas, como si estuviese orgulloso. Como si aquellas rojizas manchas le dijesen al mundo que se ha reído de la muerte y está vivo para contarlo.

Debe de tener unos cincuenta años, pero parece tener la fiereza y el espíritu de un hombre de treinta. Posa sus pequeños ojos una vez más en su armadura, más grande y perfecta, ahora que la tiene tan cerca. Embelesado estudia cada pieza, cada matiz y rasguño. 

El hombre misterioso se saca el yelmo, el más hermoso que había visto en años.

-¿Os gustaría llevar una armadura como esta, chico? -Le pregunta al darse cuenta de sus ojos chispeantes de admiración.

-Sí, mi señor.

-Para conseguir una como esta debéis trabajar muy duro, chico.

-Lo sé, mi señor- le responde emocionado.

-Me caéis bien -le dice con lo que parece ser una sonrisa. El niño le responde de igual forma.

Diez minutos repletos de silencio pasan hasta que el resto de hombres aparece al fin. 

Los dientes de Melkíades le habían comenzado a castañear desde hacía cinco.

Uno de ellos tira con rudeza los gruesos troncos de madera al suelo.
Esparce pequeñas hojas secas y ramas muertas por encima. Se saca de un bolsillo de sus pantalones una especie de piedra-. 

ThánatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora