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Las calles de la ciudad, a causa de un aguacero que acababa de caer, estaban poco concurridas aquel viernes de la primera semana del mes de enero del año de 1800.

El cielo se había quedado en un azul límpido, y el sol, que iba a ocultarse, doraba con sus postreros rayos la fachada de la espléndida casa de la señora Clara Morgado viuda de Jauregui.

Se oyó el rodar de un carruaje del que bajó una joven cuya fisonomía no es fácil de olvidar: delgada, ni muy alta, ni muy baja, piel más canela que blanca, con un poco de blancura mate que la agitación del viaje había coloreado; frente mediana de artista; nariz muy correcta, boca perfectamente definida, de labios no muy delgados, contraídos, a veces, por una sonrisa que hubiera podido pasar por desdeñosa o de burla si, fijándose bien, no se adivinara que era de infinita tristeza; ojos cafés, ese café que te quita el sueño de una manera concreta, así de profundamente cafés eran; cabello sedoso, de un lustre de terciopelo y que, sueltos, debían caerle en ondas acariciándole las bien moldeadas espaldas. Todo en ella, desde su traje de tela fina, elegante y correcta, hasta sus zapatos negros, la hacía aparecer simpática, elegante, distinguida y de buen gusto. ¿Por qué esta joven nacida y educada en la mejor clase social, se veía en la necesidad de ganarse la vida, sirviendo de institutriz? Por la infamia de un hombre.

La sirvienta saludó, admirada a la recién venida y, acompañándola a las piezas que le habían destinado en la casa, fue a avisar a doña Clara que la señorita Camila Cabello estaba ya instalada, según la señora lo había dispuesto.

-¿Con que ya está aquí la institutriz de mi sobrina?.- preguntó, con semblante impasible.

-Sí, señora; ya está aquí.

-¿Con quién vino?

-Nadie la acompañaba.

-Es verdad, me han dicho que es huérfana y que vive sola; más vale que sea así

-¡Si viera usted qué joven y linda es!- exclamó con entusiasmo la sirvienta.

-¿Joven y linda?

-Una belleza, señora.

-No deja de ser un inconveniente, las muchachas bonitas suelen ser muy locas.

-Ella no lo parece, señora.

-En fin, si me cae mal, la cambio, ya sabes que con dinero todo se soluciona.

-Cierto, señora.

-Ve que sirvan algo de comer a la señorita Cabello, y, después, avisas a la doncella de Taylor que me la presente.

-Está bien, señora.

Doña Clara Morgado de Jauregui era una mujer de como sesenta años de edad, de regular estatura, gruesa, colarada, más blanca que trigueña, con ojos verdosos y claros, de boca promedio, labios delgados, signo seguro de egoísmo y de instintos depravados. En su juventud fue una de esas muchachas de la clase media, a quien sus padres criaron muy mimada y que, sin tener los méritos y distinción de ciertas señoritas verdaderamente aristocráticas, tampoco tenía las virtudes de muchas de sus compañeras y de esas valerosas  y honradas muchachas a quienes llaman "hijas del pueblo". Quiso la buena fortuna y suerte de doña Clara que, al cumplir los treinta y seis años, y cuando ya se preparaba para vestir santos, a los cuales era muy aficionada, don Michael Jauregui, un señor cubano acabado de llegar al país, muy rico, le ofreciera su mano y su fortuna, lo que ella tuvo que bien aceptar. Desde entonces cambió sus viejas amistades por otras nuevas, formadas en la aristocracia, y se dio a denigrar lo que ella con desprecio llama "la plebe". Pero el dinero de su marido, si pudo darle comodidades y relacionarla bien, no pudo quitarle su mal entendida vanidad y su vulgaridad de burguesa mal intencionada. Vivía muy satisfecha y ufana con su dinero, con su hija y una sobrina de su marido a quien decía amaba como a una hija, y cuyo padre fue un valeroso general español, muerto cuando la niña sólo contaba con cuatro años de edad, época desde la cual vivía a su lado, administrando, primero su marido, y después ella, el cuantioso capital de la huérfana.

Camila CabelloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora