Mi padre.

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Recuerdo que hace algunos años, mi padre me esperaba como todos los días a la salida del colegio. Preferiamos andar 45 minutos antes que coger el autobús. En ese recorrido llegué a aprenderme exámenes mientras andaba con el libro en la mano y mi padre, con su rica memoria, se aprendía la lección con sólo leersela una vez y me la preguntaba sin descanso hasta aprendérmela. Cruzando la Gran Vía hablábamos de la vida, de mis amigas, del colegio y de libros. Una vez, una discusión de patio me llevaba de cabeza. Mi padre, calma pura, me dio un consejo: a tu adversario dale justo lo contrario a lo que espera y seguramente será amor, simpatía y agradecimiento ¿Acaso el fuego se apaga con más fuego? Sigue tus ideas y siente tus convicciones como anclas, fijas. Será lo que haga que no te quedes a la deriva. Y nunca, nunca, cambies.

Unos años después, casi dejando atrás aquel uniforme y aquel paseo, cuando siento el cosquilleo de escorpiones paseando a mi alrededor dispuestos a atacarme, primero me invade la rabia pero después pienso en mi padre
¿Acaso la herida se cura con más sangre?

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