Al amanecer,abrieron las puertas y atacaron a los que los cercaban. Empezaron a sonar cientos de tambores que llamaban a los moros a la batalla. El ruido era tan fuerte que parecía que la tierra temblaba, como si fuera un terremoto.
El Cid les dijo a los suyos que nadie saliera de la formación hasta que él lo ordenase. Pero Pedro Bermúdez no pudo contenerse y se lanzó contra el ejército enemigo. A él le había dado el Campeador su estandarte, y el valiente caballero quiso meterlo bien adentro entre las filas de los moros. Al verlo el Cid, dijo a gritos a los suyos:
-¡Ayudadme todos, por caridad!
Se pusieron el escudo al brazo sobre el pecho; las lanzas, horizontales. Y atacaron. El que en buena hora nació gritó cuanto pudo con su voz atronadora:
-¡Atacadlos, caballeros, por amor de Dios! ¡Soy Ruy Diaz, el Cid Campeador!
Y trescientas lanzas se dirigieron donde estaba Pedro Bermúdez, luchando fieramente contra el ejército moro.
¡Hubierais visto cómo las lanzas atravesaban los escudos! ¡Cómo los pendones blancos salían rojos de sangre! ¡Veríais caballos y caballos andar sin sus dueños! ¡Cayeron muertos mil trescientos moros! ¡Teníais que ver lo bien que peleaba el Cid sobre su silla dorada!
A Minaya le mataron el caballo. Como se le había roto la lanza, cogió la espada y luchó a pie. Lo vio el Cid Ruy Díaz y atacó a un moro que iba sobre un buen caballo. Con su brazo derecho le dio tal golpe de espalda que le cortó por la cintura y medio cuerpo cayó al suelo. Después cogió su caballo y se lo dio a Minaya.
El Campeador vio al rey moro Fáriz y se dirigió contra él. Con la espalda le da tres golpes y uno de ellos le alcanza. ¡Cuánta sangre le baja al rey moro por la armadura! Con ese golpe, el Cid ganó la batalla.
Martín Antolínez le dio otro terrible golpe de espada al rey Galve en el yelmo, que llega a tocarle la carne. El rey moro no esperó más y empezó a huir; y con él, todo el ejército. Los del Cid los persiguen hasta Calatayud. Luego regresaron y contaron el botín que habían conseguido. De los suyos no han muerto más de quince. En cambio, el campo está lleno de moros muertos. ¡Son suyos quinientos diez caballos! ¡Casi no pueden contar el oro y la plata que han conseguido! El Cid mandó repartirlo todo entre sus tropas. Esta vez Minaya sí que aceptó su parte, pues había compartido muy fieramente: ¡venció a treinta y cuatro enemigos!
El Campeador le dijo entonces a su fiel amigo:
-Minaya, sois mi brazo derecho. Coged de esta riqueza que hemos ganado lo que queráis. Quiero que vayáis a Castilla y que llevéis al rey Alfonso treinta caballos, con sillas y con espadas colgando de ellas, y le contéis la victoria que hemos tenido. Además, coged una bota alta de las nuestras, llenadla de oro y plata, y con el dinero haced que se digan mil misas en Santa María de Burgos. Lo que os puede, dádselo a mi mujer para que ruegue por mí día y noche.