Festín Bizarro

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—¿Te digo algo, Joaquin? Estar sobrio es una mierda —dijo su amigo mientras lanzaba una bocanada de humo hasta que volvió a meter el porro de hierba en su boca otra vez.

Joaquin se rió demasiado, cogió su estomago para contenerse y se retorció en el sillón en el que ambos, acompañados de dos mujeres, estaban sentados.

—Esta es la mejor y más jodida fiesta de dieciocho años que alguien ha podido tener —gritó Joaquin hacia su amigo—. Feliz cumpleaños, Nelson —y lo abrazó. 

Nelson se soltó de él al instante y se rió, dió un suspiro y fue él quien lo abrazo, luego le removió la cabeza moviendo sus cabellos castaños pequeños. Joaquin le hizo lo mismo y le desacomodo la gorra de lana que tenia puesta. El chico se lo arregló al instante y con los dedos peinó su cabello negro y largo que sobresalía, llevándolo hasta abajo para cubrir parte de su rostro.

—Bien, yo no he venido aquí para estar jodidamente sentado en un sillón y fumar hierba o embriagarme hasta morir. Esto es una fiesta ¿no? —interrumpió otro joven calvo con un bibidí rojo largo hasta las pantorrillas, llevaba un jean casi caído y tatuajes en los brazos.

—Tiene razón, Gio —contestó Joaquin—, no sabes cuantas ganas tengo de bailar con estas putas ahora mismo.

Y la música subió hasta lo más alto de su volumen.

Las personas dentro de ese pequeña casa de los suburbios comenzaron a crear desmanes. Las chicas bailaban eufóricamente y algunos de los chicos no podían ni ponerse en pie de tanto licor y drogas que se habían metido.

—A esto le llamo una maldita juerga —le dijo Nelson a un chico—. ¡Vamos a celebrar hasta el amanecer! —gritó y la gente lo aclamó.

—¡Hasta quedar muertos! —gritó otro siguiéndolo.

—¡Hasta que venga la policía y nos lleve! —gritó Joaquin.

—¡Hasta que nos orinen los perros! —grito otra chica encima de una mesa.

Joaquin comenzó a meterse LSD por los ojos. Nelson echó un poco de cocaína en la mesa y enrollando un billete comenzó a romperse el tabique. Sus ojos se voltearon y esnifó.

—¡Dios santo! —se metió los dedos a la nariz y se la sobó—, este cloro esta excelente.

Las botellas y las drogas corrían en la pequeña casa escondida en los suburbios. Las paredes eran cremas pero en ese momento casi ni se notaban. Todo estaba oscuro salvo algunos reflectores de colores que alumbraban psicodélicamente la ocasión. Algunos de los invitados se metían al baño en grupo para vomitar o hacer sus necesidades y en cambio otros, en pareja, iban a los cuartos o hacían el amor arrinconados en una pared donde ni la luz de los reflectores los alumbraba.

—Mierda, Nelson, ya se me esta haciendo tarde —le dijo una de las chicas que lo acompañaba—, mi madre me va a matar.

—Oh, Raquel —exclamó él y la tomó de la cara—, solo una hora mas por favor.

—Pero ya casi es de madrugada y....

El sonido de un balazo la interrumpió. Ambos voltearon su vista y vieron que en el medio de todos estaba Gio, semidesnudo, y alzando un revolver que botaba humo.

—¿Así o quieres otra advertencia? —dijo.

Todos se callaron y lo único que se escuchaba era la música. El hombre que estaba tendido en el suelo, debajo de Gio se arrastró temeroso, estaba lagrimeando.

—Lo te-tengo to-todo claro, Gio —titubeó el hombro e intento levantarse—, como tu digas.

Gio se burló y guardo el arma dentro de su pantalón.

Un Largo Mundo GrisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora