Capitulo 2

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PDV:Nefer

Se supone que hoy debía salir de mi escondite para conseguir comida pero, ¿cómo diablos podría hacerlo con tanta muchedumbre? Claro que la multitud es una ventaja para robar la comida con menos probabilidades de ser notada, pero aún así, es muy difícil saber dónde están los mercaderes, ya que debido a la cantidad de personas, me es imposible ver más allá de la gente que está delante mío.

Alzo la vista hacia el reloj de la catedral. Y es en ese momento en el que me arrepiento de no haberme transformado en otra persona antes de salir de casa. Bueno, de todas formas aún me quedan cuarenta y cinco minutos para seguir teniendo la apariencia de una abuela con joroba y bastón. Si el plazo de cuatro horas se cumpliese mientras estoy en público, la gente tardaría menos de dos segundos en darse cuenta de que la famosa ladrona Nefer Ludwig, o como algunos me dicen, "La Campiel" (porque mi poder me permite Cambiar de Piel) está en este reino.

De repente, comienzo a escuchar aplausos y a ver a algunas personas reverenciarse a la vez que le abren paso a una carroza llevada por caballos negros. Me acerco lo más rápido que puedo para curiosear, aunque el paso de una abuela de cien años con joroba no es muy veloz que digamos. Entonces, se me ocurre un uso para darle al bastón.

-¡Apártense, apártense, que hay una anciana pasando!-grito mientras golpeo con el bastón los tobillos de la gente que bloquea mi paso. Algunos se quejan y otros se apartan sin importarles quién les está golpeando las piernas.

En menos de medio minuto, ya estoy lo suficientemente cerca de la carroza como para ver quién está dentro de ella: un hombre que aparenta tener unos sesenta años, con barba y cabello castaño, ropa de pieles carísimas, collares, corona...

Tardo un par de segundos en darme cuenta de que es el rey. Nada interesante. Ya les he robado a otros reyes, de modo que no me llama mucho la atención... por lo menos no hasta que él agita un brazo para saludar a los campesinos. Y no es su brazo lo que me llama la atención, sino el cetro que lleva en él.

Creo estar segura de que mis ojos brillan tanto como los diamantes de ese cetro, y que mi saliva debe estar rebalsando de mi boca.

Quiero.

Ese.

Cetro.

Ni siquiera dudo antes de robar discretamente el bolso de cuero de un hombre para después empezar a seguir a la carroza.

Me abro paso entre la gente mientras golpeo sus tobillos con el bendito bastón. Entonces se me ocurre que para pasar de una manera más desapercibida podría transformarme en un niño. Finjo tropezarme para tocar a uno, extraer una parte de su esencia y después me incorporo y voy lo más rápido posible al primer callejón vacío que veo. Me escondo detrás de un montón de madera y me transformo en un niño castaño, descalzo y vestido de unos pantalones algo rasgados y una camiseta con una sola manga. De seguro es hijo de un mendigo.

Comienzo a correr y abrirme paso entre la multitud. Como ahora no llevo bastón para golpear tobillos, solo me queda la opción de pasar por entre las piernas de las personas para alcanzar a la carroza.

Como no estoy lo suficientemente cerca como para colarme en la carroza por la parte de atrás sin ser vista, me limito a seguirla escondiéndome detrás de las carretas de carga, la multitud, y algún que otro caballo.

Cuando llegamos a las afueras ya no quedan muchas cosas con las que ocultarme, así que decido quedarme unos metros atrás del carruaje para no ser notada.

Sigo corriendo detrás de esa carroza por una media hora más hasta que llegamos a unas puertas de siete metros, cerradas y que parecen inaccesibles. Por encima de ellas se pueden ver cientos de torres altísimas, cada una patrullada por guardias armados y uniformados.

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