Cuando todo cambia.

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Cuando le dije adiós sabíamos que sería la despedida definitiva.
Ambos lo sabíamos.
No había otra opción.
No había alternativas.
Ni siquiera había más tiempo.
Todo lo que quedarían serían cenizas, recuerdos de nuestra historia.
Pero una huella inolvidable en el alma.
Se acabó de la misma manera en la que comenzó.
Por coincidencia del destino.
Lo peor de todo era la impotencia; la impotencia de no saber que hacer para evitarlo, de en realidad no poder hacer nada que lo evitara.
Y la tristeza, la tristeza me estaba matando.
Saber que no nos volveríamos a ver, al menos no con la misma frecuencia de antes, de saber que ya ni hablaríamos más, de saber que ya no habría más excusas para buscarnos por cualquier tontería.
De saber que todo había llegado a su fin.
Fue difícil tener que dejarlo atrás y seguir con mi camino, aun es jodidamente difícil tener que levantarme a diario sabiendo que no lo veré, que no estará caminando por las calles y pasillos de esta ciudad porque él ahora está muy lejos, porque ahora hay 300 kilómetros que nos separan, es tan abrumador saber que ya no lo encontraré sonriendo y mirándome de aquella manera tan especial.
Es difícil no tener su presencia en este lugar, es un lugar tan estúpido y sin sentido.
Todo es tan diferente desde hace tiempo, aún no me acostumbro, no puedo, de alguna manera mi mente siempre encuentra la manera y el momento para hacer que todo el peso de su recuerdo me derrumbe por completo.  

Cartas al vientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora