Capítulo 4

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— Deberías salir más.

—Salgo todos los días.

Este ritual siempre se repite mientras preparo los desayunos.

—Ir a trabajar no cuenta cómo salir.

Me pongo el café en el vaso termo que me regalaron en Navidades.

—Desayuno de camino al trabajo. Qué tengáis un buen día.

Cuando me he ido, José Luis menea la cabeza desaprobando mi actitud.

—Esta niña no puede hacer vida de monja... aunque viva aquí—dijo el hermano Javier.

Cuando me propusieron vivir en el Albergue de la Orden de San Juan de Dios, me imaginé a mí misma siendo una especia de "Marcelino Pan y Vino". Vi esa peli en una de las casas que estuve acogida, y me encantó. Pero la verdad es que no era para nada así.

Respetaban mi privacidad. Eran agradables, pero sin estar excesivamente encima, y todos los trabajadores eran muy amables. Todos eran bastantes jóvenes, idealistas. De los que habían tenido que trabajar para pagarse los estudios. Buena gente, en general.

Yo, allí, no tenía que hacer gran cosa para pagarme la habitación. Preparaba los desayunos y los recogía. Dejaba la mesa puesta para la comida, y recogía la mesa después de cenar y ordenaba el comedor. La Orden de San Juan de Dios nació para servir, y no para ser servida, por lo que, en la práctica, cada uno se hacía lo suyo, y a mí no me dejaban hacer prácticamente nada. En realidad, sabía que inventaron esas tareas para que yo aceptara la habitación. José Luis sabía que soy demasiado orgullosa como para vivir de prestado, y al mismo tiempo, esta es la única manera que tengo para ahorrar dinero.

Mi habitación era la antigua habitación de la portera. Antes, las señoras que trabajaban como una especia de amas de llaves, vivían allí. Solían ser viudas o solteronas muy creyentes que se encargaban de las tareas del hogar de los religiosos. Hacer camas, lavar la ropa, coser los bajos... Desde que se jubiló la que tenían, se habían arreglado entre ellos y con la ayuda esporádica de alguna voluntaria, pero lo cierto es que habían tenido que recurrir a aquella figura, ya que los religiosos habían envejecido y necesitaban esa mano extra. No era gran cosa, pero era mi propia habitación, sin compartirla con nadie. Nunca había tenido una habitación para mí sola, y menos con baño.

Entraba por un anexo exterior a la portería, y tenía mi propio botón del pánico, al que siempre estaba tentada de tocar para ver si realmente funcionaba, o estaba de adorno.

Mi trabajo en la empresa de limpieza lo consiguió el hermano José Luis, como no. Lo conocí cuando estaba en "Los Arrayanes". "Los Arrayanes" era un centro de acogida dirigido por los jesuitas. Funcionaba como una especie de internado y de colegio externo. Algunos vivíamos allí, salvo en las visitas que teníamos con nuestros padres.

Me gustaba estar allí. "Los Arrayanes" ya no existe como tal. Le cambiaron el nombre y ahora solo es un colegio. El Ayuntamiento expropió los terrenos, y a cambio les cedieron otros terrenos más lejos y pactaron la construcción del colegio nuevo. Los que estábamos bajo tutela, nos repartieron en pisos tutelados por toda la ciudad. Decían que así, facilitaban nuestra integración, nuestra normalización...para mí, fue la mayor cagada. Me sentí enjaulada. Nunca había vivido así. Como en una colmena.

Me encantaba vivir en "Los Arrayanes". Teníamos varios patios, columpios, árboles para trepar. En verano recuerdo nuestras guerras con globos de agua y manguerazos. Era la única forma de combatir el insoportable calor.

Pero entonces nos quisieron integrar. ¡Mierda de integración! Y nos cortaron las alas. Allí todos éramos como una familia, pero en los pisos fue diferente. Nos metieron en vecindarios medio-bien, dónde los vecinos nos hicieron saber desde el principio que no éramos bienvenidos. Nos ignoraban. Cómo si no estuviéramos. Las únicas veces que llamaron a la puerta era para quejarse...que si hacíamos mucho ruido, que si alguien había escupido por la ventana, que si alguien había rayado el ascensor, que si a mi hijo le han quitado la pelota... no importaba que hubiera más niños en el portal. Siempre éramos "Los Arrayanitos". Porque al menos, cuando estábamos en el colegio, nos llamaban por nuestro nombre, pero allí, a nadie le importaba cómo nos llamábamos.

A mí, ese vacío me daba igual. Lo prefería. ¿Qué me importaba a mí que las niñas no me dejaran jugar con ellas o que los padres fingieran no oír nada cuándo decían buenos días? Pero a Maxi, mi hermano, sí que le afectaba. Sí que le dolía. Maxi todo lo transforma en rabia, y yo, creo que en indiferencia.

Si no le dejaban jugar, hacía lo posible por molestar. Si no querían que jugara al fútbol con ellos, les quitaba la pelota y les retaba a que se la quitaran. Nunca podían. Acababan chivándose a sus padres, y sus padres quejándose al educador. Maxi siempre ha sido muy bueno jugando al fútbol. Si no se metiera en tantos líos, hubiera llegado lejos. Pero claro, Maxi es así, explota ante la mínima provocación, y por eso ahora está encerrado. Porque no es capaz de apretar la mandíbula y seguir de largo. Es como su padre. Jodidamente igual a su padre.

Yo... no sé a quién me parezco. Dicen que a mi madre, pero es que la mayoría no sabe quién es mi padre. Ni yo misma estaba segura, de hecho temía que mi madre ni siquiera lo supiera.


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