En cualquier pueblo siempre hay alguna alimaña que altera el orden de los aldeanos. Incluso en el pueblo de Rebeca, un lugar situado en lo alto del monte, se dio dicha condición. Cuando sus antepasados descubrieron este lugar, creyeron encontrarse ante una tierra bendita. Una tierra que era fértil tanto en la germinante primavera como en el frío invierno. Un lugar donde ninguna bestia atacaba a su rebaño, y donde los aldeanos podrían vivir en paz sin demasiados sobresaltos. Pero un día, el acogedor clima de este poblado se batió en una ventisca, que al cesar trajo consigo una estatua. Estaba hecha de mármol, blanca cuan nieve y con el porte de un señorío, en su pedestal venía escrito: Jericho, el tejedor de sueños. Y como la ingenua gente de este lugar nunca había conocido el mal en esas tierras, atribuyeron su aparición a una bendición más que una maldición.
Hasta que cierta noche otoñal, un aldeano denunció al acalde la desaparición de la estela, y éste comenzó una investigación. A medida que fueron preguntando a los vecinos, fueron descubriendo el lado siniestro que escondía la estatua. Todos los que tuvieron la desgracia de encontrarse con ella, dijeron haberla visto caminar por su cuenta, pero no era su movilidad lo que les aterraba, sino la manera en que tocaba a su puerta y presentía que estaban tras ésta. Desde ese día se fueron precediendo muertes, que un principio parecían naturales, pero que más tarde descubrirían que se debían a Jericho.
Conforme fueron conociéndolo se dieron cuenta de que nada más cobraba vida el 29 de Noviembre y que al acabar el año la estatua volvía a presentarse en su pedestal, sonriente, y que sus víctimas habían tenido una inexplicable buena suerte antes de su muerte. El alcalde decidió tomar cartas en el asunto, aviso al cuerpo policial de que una serie de asesinatos anuales se estaban dando en el pueblo. Pero, la policía no pudo vincular a una estatua con los crimines y como las muertes no daban síntoma de agresión la opinión del pueblo quedó en entredicho.
La maldición de Jericho siguió perdurando durante esos terribles cien años. Hubo gente que decidió abandonar el pueblo, otros se empeñaron en recobrar los tiempos de esplendor de esa tierra buscando formas de eliminar a Jericho. Sin embargo, sólo lograron descubrir las condiciones en las que se movía y lo limitaban. Por lo demás, por mucho que juraran no pedirle un deseo o intentaran deshacerse de él, llegada la hora se olvidaban de su juramento y lo hospedaban. De alguna manera, el miedo a perder la oportunidad de cumplir su mayor sueño podría lograr influir a la gente a tal punto que aceptaran perder su vida a cambio.
Ese día 29 de noviembre, se reunieron todos los aldeanos en la cantina. Eran pocos los que habían sobrevivido a Jericho, de los doscientos habitantes pasaron a ser nada más que veinte. Pero, unos veinte decididos en echarlo de ese lugar.
― No volveremos a recrear una nueva tragedia―anuncio José, el abuelo de Rebeca―, no después de años y años de asesinatos.
― ¿Y cómo lo haremos? ¿Rezaremos un padre nuestro y un ave maría, y ya está? ―dijo un anciano de barba cenicienta, dando un escupitajo.
―Deberíamos avisar a la policía― sugirió la mujer de la cantina, de unos cuarenta años, y la más joven comparada con el grupo de seniles semblantes que le rodeaban.
―A la policía le importa un comino nuestra situación. Nadie va a tender una mano a este pueblo alejado de la mano de Dios. ―volvió a responder el anciano de barba cenicienta.
―Fuimos unos tontos al querer permanecer en estas tierras. Sería mejor que empaquetáramos nuestras cosas y nos fuéramos como hizo el alcalde― dijo Pedro, un anciano con boina y amigo de José.
José atizo un puñetazo contra la mesa, escupió y dijo:
―Nosotros no somos unos cobardes como ese miserable. Todos los que huyeron son miserables. Si, bien lo escucharon. Miserables porque cuando libremos a este pueblo de la maldición, se darán cuenta del error que cometieron al traicionar a sus abuelos, parientes, tíos y hermanos, víctimas de Jericho. Y nosotros, los valientes, retomaremos nuestro pueblo mientras los demás gallinas sufrirán con el remordimiento eterno.
― ¿Y cuál es tú maravillosa idea? ―respondió dudando de las palabras de José, el anciano de barba cenicienta.
―Este año nadie le abrirá la puerta a Jericho.
La multitud se rió a plena carcajada. Todos los años por mucho que advirtieran a la gente, siempre pasaba lo mismo. Pero José les grito que se callaran, se subió encima de la mesa y en posición autoritaria, dijo:
-Esta vez será diferente, estaremos pendientes de quién le da hospedaje a Jericho, y a la menor sospecha lo mataremos antes de que ese traidor pueda pedirle su deseo. Así nadie accederá a acogerlo en su casa y dentro de unos años Jericho abandonara nuestro pueblo al no poder llevarse ni un alma.
***
Jericho era incapaz de imaginar que el deseo de Rebeca pudiera cumplirse por una genuina razón. El deseo no se sustentaba por el mismo, necesitaba que la realidad exigida por el cliente estuviera cercana a sus manos o, por lo menos, tuviera una delgada relación con el cliente. Por eso, el demonio descartó la idea de que Rebeca, una mortal, tuviera la oportunidad de salvarse con ese deseo. Sin embargo, en ese momento Jericho no contaba con la lógica prevista, ya fuera por capricho del destino o castigo de Dios, el deseo se manifestó imprimiendo las mismas heridas que llevaba Rebeca en sus manos. Éste se rió a plena carcajada ante tal ironía.
Rebeca, que permanecía aún en la cocina, junto a él, se estremeció al escuchar su risa. Era una risa poco más ruidosa que atemorizante. Al detenerse a analizar más a fondo sus rasgos, percibió que aunque su actitud era despreocupada y burlona, su cara estaba palideciendo de rabia. Debido a esto, Rebeca creyó que lo mejor sería alejarse de él, pero su intuición le advertía que no era la mejor elección. Por lo tanto, se mantuvo callada preguntándose que sería peor, si salir de su alcance o tenerlo a la vista. Prosiguieron unos segundos más con esa risa de hiena hasta que Jericho, que no había apartado la vista de sus manos, la miró. Sus ojos, otra vez rojos, se cruzaron con los suyos. Rebeca no sostuvo la mirada y, con una impavidez admirable, escondió el espanto de su rostro.
―Os veis tan confiada...―dijo en un tono áspero Jericho, haciendo una pausa en la que Rebeca no pudo reprimir un gesto de preocupación ―creéis que os habéis salvado del infierno, pero solo habéis aplazado lo inevitable.
En su mente, estaba gritando qué significaba semejantes palabras; ¿acaso eligió mal el deseo?, ¿había alguna excepción o algo que se le escapara de la leyenda? Quería preguntarle directamente, pero tampoco sabía si su respuesta iba quedar como un acto de arrogancia, por lo que decidió que continuara.
Al parecer, antes de llegar a su pueblo, había estado en diversas partes de Europa engañando a todo humano con quien se cruzaba. Hasta que cierto día se aburrió, y al verse rico, lleno de fortuna, y ser invulnerable al igual que Sigfrido o Aquiles, se atrevió a probar sus artificios con demonios. Aunque para él solo consistía en una forma de reírse un rato, su inmunidad más su astucia, hicieron que Lucifer confundiera sus acciones lúdicas con rebeldía. Terminando, más tarde exiliado y condenado.
Para poder contenerlo, se necesitaron la participación de tres demonios, una nefilim y una bruja.
Cada año, debía recaudar como pago cien almas anuales al infierno, de esta forma podría demostrar su lealtad a Lucifer y absolver su culpa. Si no entregaba un alma en el plazo acordado, corría el riesgo de provocar la furia de Lucifer. Aunque la particularidad de Jericho dejará pocas alternativas para ajusticiarle, él evitaba desacatar las leyes.
Rebeca se quedó inmutada. Era extraño que, de repente, Jericho quisiera contarle el origen de la leyenda, cuando antes, de pedir su deseo, evadía cualquier pregunta referente. Y aún más extraño que nunca nadie de su aldea supiera algo, y menos procedente de sus labios. Prosiguió atenta a sus palabras hasta que Jericho provoco que se levantara, sobresaltada, al argüir: «Os congratulo de tan magnifico deseo, por desembarazar el trabajo de Lucifer» . En ese momento avisto la respuesta a sus cuestiones. Tenía razón, no se había salvado del infierno, se había convertido en el talón de Aquiles de Jericho. Un rufián, del que se quería librar Lucifer y que no dudaría en utilizarla para infligirle el castigo deseado.
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Mi nombre es Jericho
Short StoryRebeca es una aspirante a diseñadora que trabaja en una boutique. Ella ve sus sueños entorpecidos por Amanda, una compañera de trabajo que siempre se lleva el merito de sus creaciones. Hasta que un día Rebeca acepta a un niño en su casa quien se tra...