El cielo se tornaba grisáceo sobre ella, pequeños copos de nieve se depositaban sobre la luna delantera del coche. La nieve no le disgustaba, siempre y cuando, no estuviera conduciendo por una carretera estrecha con pendiente. Por cada minuto que pasaba la nieve iba cubriendo con lentitud todo el entorno. Los pinos que se distribuían de forma irregular en el paisaje iban cubriéndose de un manto blanco, parecían ser escenario de un anuncio navideño, de no ser porque estaban a vísperas de Halloween. No solo afectaban de forma decorativa, Rebeca luchaba con todas sus fuerzas contra la tentación de apartar las manos del volante para calentárselas. Eran aproximadamente las diez de la noche y aún no había llegado a casa. Aunque no era la hora lo qué le preocupaba, Rebeca vivía en casa de su abuelo. Contaba con el suficiente dinero como para independizarse, pero puesto a la avanzada edad de aquel anciano, que ya estaba torpe para estar solo en una casa, y dado que nadie de su familia quería quedarse con el entuerto, le tocó a ella cargar con el marrón. Y no es que el abuelo se llevara mal con los demás miembros de la familia, de hecho, ella era la única con la que menos simpatizaba.
La pequeña nevada se negó a detenerse y acabó convirtiéndose en un imparable llanto, que azotaba ferozmente el parabrisas del vehículo. Rebeca tuvo que aminorar la marcha para no acabar precipitándose por el barranco. Estaba concentrada en atisbar el resto del camino, cegado por la nieve, cuando una llamada le sobresaltó. La voz de su abuelo parecía querer escapar a través del manos libres. No hacía falta ser muy avispado para darse cuenta, dada la hora, de que el abuelo echaba chispas al otro lado del teléfono.
No había ni un día de su vida en el que no le llovieran problemas. Nunca había destacado por tener buena suerte; es más, cuando creía que iba a librarse de sus malas rachas, aparecía un nuevo problema o cualquier tipo de inconveniente que hacía que se sintiera incompetente. En sus veintiséis años de vida, no tenía ningún momento especial que le hiciera sentirse una mujer de dicha. De haberlo tenido, podría haberlo empleado para disuadir los momentos amargos. Quizá, al tener tan mala suerte, se fijaba más en lo malo que en lo bueno, pero tampoco es que su vida fuera de color rosa. Ni las pequeñas cosas buenas que le sucedían compensaban a las malas.
― ¡¿Dónde diablos estás?! ―preguntó el abuelo con una voz ronca, cargada de ira.
― Estoy llegando... ―contestó ella, viendo que había dejado atrás el cartel que señalaba la entrada al pueblo ―Me ha pillado en medio de una ventisca.
Sabía que era un hombre muy testarudo. Cuando se empeñaba en algo, no cesaba hasta salirse con la suya. A pesar de que sus hermanas habían sido sus predilectas, y habían recibido más cariño que la propia Rebeca, todas huyeron ante la noticia de tener que ocuparse de él.―¡Siempre tienes alguna excusa para prepararme la cena tarde! ―gruñó, alterado.
―Abuelo, ahora no. ―respondió la chica, cortante.
Al anciano pareció encenderle mucho más aquella falta de ímpetu en la voz quebradiza de su nieta.―¡¿Qué mierdas te pasa ahora?! ¡Contigo todo son dramas! Nada de esto ocurría con tus hermanas. Deberías tomar ejemplo de ellas, eso es.―Hizo una pausa, intentando memorizar los éxitos de sus otras nietas.―Una está estudiando en Inglaterra, y la otra ya ha ganado un premio de medicina. ¿Y tú qué?
Rebeca dejó que siguiese hablando él solo, echándole en cara los fracasos de su vida y recordándole los logros de sus hermanas. Evadiéndose en sus fantasías, se imaginó inaugurando una boutique en Francia. La gente estaba encantada con sus diseños, los periódicos solo hablaban de lo sensacional que era y muchas actrices invadían su agenda a diario con todos sus pedidos. Tan absorta estaba con sus sueños que no se dio cuenta de que estaba delante de la figura que más aterraba al pueblo, hasta que el coche se detuvo tras pasar medio metro y los gritos de su abuelo se ahogaron junto al ruido del motor. Giró varias veces la llave, intentando arrancar, sin éxito. El motor no reaccionaba. Extrañada, revisó el indicador de la gasolina, pero el depósito también se encontraba lleno.
―¡Joder!―maldijo Rebeca― Otra vez el aceite...―murmuró para sí misma.
Cogió su móvil para llamar a la grúa, por lo menos para que retiraran el coche y no quedara en medio de la carretera. Sin embargo, el teléfono tampoco funcionaba.―Lo que faltaba...
Dirigio su vista hacia la estatua, el artista había expresado tan bien a la criatura que se podía percibir con exactitud su vestimenta: un sombrero de copa adornado con un trébol, una casaca verde que dejaba ver tras ella una camisa blanca, acompañada de unas mangas anchas con encajes. Su pelo era ondulado y recogido hacia atrás. Un personaje de época, que por su expresión se le veía más bien simpático que aterrador. Él era la imagen que personificaba la leyenda del pueblo y el terror de ellos.
Contaban que un demonio lo había sellado, convirtiéndolo en piedra, pero no se sabía exactamente por qué razón. Algunos decían que Jericho, la estatua, había engañado a un demonio y este cobro venganza. Otros decían que había representado un poder tan amenazante que un demonio tuvo que hacerse cargo y ajusticiarlo. De igual manera, el sello no podía contener a Jericho en su totalidad. Una vez al año, en la misma fecha que había sido condenado, se liberaba de su maldición. Se hacía pasar por alguien inofensivo, ya fuese niño o anciano, y tocaba en cada puerta del pueblo para que alguien le hospedase. El ingenuo que lo invitaba a su casa, condenaba su alma al mismísimo infierno. Pero dado las condiciones del encantamiento, aunque despierte de su letargo sueño no puede hacer daño a los humanos. Por lo que, tras morir, tu alma sería enviada allí. Salvo una excepción, Jericho es un ser muy impaciente y inteligente, y cuando vea la menor oportunidad te tentara con concederte un deseo. Si aceptas, estarías cumpliendo la única condición que permite a Jericho matarte.
Se vio obligada a volver caminando hasta su casa. Por suerte, el coche se había parado nada más entrar al pueblo. Salió del vehículo, dando un portazo, y siguió su rumbo, sin darse cuenta de que la estatua que antes lucía inmóvil ante ella, ya no estaba. Ahora prestaba más atención a lo que tenía delante, observaba cómo la gente desaparecía tras las puertas de sus casas y cerraba hasta las ventanas. Cuanto más anochecía, más le parecía encontrarse en un pueblo fantasma. La joven no llegaba a comprender porque le daban tanta importancia a aquella historia. No creía en todas esas patrañas, eran simples leyendas inventadas para meter miedo.
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Mi nombre es Jericho
Krótkie OpowiadaniaRebeca es una aspirante a diseñadora que trabaja en una boutique. Ella ve sus sueños entorpecidos por Amanda, una compañera de trabajo que siempre se lleva el merito de sus creaciones. Hasta que un día Rebeca acepta a un niño en su casa quien se tra...