Rebeca estaba apoyada en el ventanal del comedor. El temporal la había despertado a mitad del sueño y los ronquidos del abuelo no ayudaban en absoluto, por lo que se entretenía mirando cómo la ventisca iba afectando al paisaje. En sus manos llevaba una taza de chocolate caliente, eso le hacía entrar en calor.
Decidió encender la televisión de tubo que tenía el anciano, y se sumergió frente a la pantalla en busca de algún canal que le pudiera interesar, pero a aquellas horas lo único que daban era basura; programas sobre búsqueda de fantasmas o adivinos en línea. "¿Quién podría creer en algo tan sin sentido?" pensó. Entonces recordó la charla que había tenido poco después de cenar con su abuelo. Rebeca estaba recogiendo los platos y, como era de esperar, el viejo sacó el tema que tenía en vilo a todo el pueblo, advirtiéndole así que no se le ocurriera abrir la puerta a nadie. Además de cascarrabias era un supersticioso de los peores. Casi nunca buscaba una explicación racional, sólo divulgaba todo lo malo que le ocurría a que era culpa de los malos espíritus. Rebeca no le discutió, a las personas así hay darles la razón como a los tontos o te tirarás horas y horas debatiendo en una conversación que no llega a ningún lado, porque por mucho que le digas, él se agarrará a sus creencias por muy falta de hechos que estuvieran.
El viento empezó a golpear con brutal fuerza los cristales del ventanal. Rebeca apagó la televisión y fue a correr las persianas de madera, cuando algo llamó su atención, al otro lado de la casa pudo divisar una sombra. Un escalofrío recorrió su espalda e intentó maximizar su vista con la esperanza de desmentir cualquier fenómeno que pudiera destruir su pensamiento racional.
Las rendijas de la ventana de los vecinos pudieron dar un pequeño haz de luz, el suficiente para que pudiera divisar mejor aquella mancha difusa pintada en el entorno. Solo pudo ver su rostro, se trataba de un niño que llevaba un sombrero de copa, que recordaba con poca lucidez haberlo visto en otro lugar. El niño tocó en la puerta de la casa y se abrazó a sí mismo, tiritando, esperando una respuesta. La vecina corrió las cortinas con rapidez, su expresión mostraba pavor.
Rebeca lo miró, sintiendo crecer un brote de coraje en su pecho, ¿hasta dónde podía llegar la estupidez humana para negarle la ayuda a un niño? Aunque no le chiflaran los niños, en esos momentos sentía una gran preocupación por el pequeño. Se preguntaba si se habría perdido. No le quitó los ojos de encima hasta que el muchacho se giró hacia ella. Ésta retiró la mirada un poco, avergonzada, y volvió a ponerla de nuevo sobre él segundos más tarde, pero ya no estaba. Se había desvanecido por totalidad de la casa vieja de piedra.
Las campanadas de la iglesia anunciaron la medianoche, la joven se llevó su taza a la cocina y la dejó dentro del fregadero. De repente, unos golpes resonaron tras la puerta de la entrada. A Rebeca le vino la imagen del niño muerto de frío, desamparado, y se apresuró a abrirle.
El pueblo estaba lleno de ancianos y ninguno podía haber salido de casa teniendo en cuenta lo crédulos que eran con la leyenda de Jericho. Tenía que ser él. ¿Pero y si no era? Aquello hacía dudar a Rebeca, justo a punto de girar la manivela de la puerta. Se asomó por la mirilla, y tal como había predicho se trataba del niño. Ahora podía reconocerlo mucho mejor. Sí, era tan solo un crío, pero había algo extraño en él, sus ojos verdes saltones la miraban, como si supiera que le estuvieran observando tras la puerta.
Rebeca sacudió la cabeza y volvió a mirar de nuevo, esta vez el niño lucía normal, mirando de frente a la puerta. Por lo que la abrió de un tirón y esbozó una cálida sonrisa para que se sintiera acogido.
―¡Hola!, ¿Qué haces solo por aquí a estas horas? ―preguntó la chica, poniéndose en cuclillas, quedando a la altura de sus ojos.
El pelo de la criatura era de un tono rubio sucio, y sus ropas de nuevo le hicieron tener un dejà-vu a Rebeca. hasta que por fin recordó dónde las había visto. Eran las mismas ropas que lucía la estatua de Jericho.
―Disculpe por haberla despertado a tales horas, señorita. ―dijo en un tono cordial, acompañado de una reverencia. ―pero me he perdido y me preguntaba si podía darme asilo, tan solo para llamar a mi madre.
Rebeca se quedó perpleja, tal amplio vocabulario y aquellos cuidados modales, no podían ser de un niño de unos ocho años. Incluso por un momento, creyó que se trataba del propio Jericho, que tal como contaba la leyenda, había venido en busca de un alma que llevarse al infierno.
―No es un disfraz muy adecuado para este día, los vecinos son muy supersticiosos. ―rió, nerviosa, queriendo disuadir aquel pensamiento irracional.
―¿Entonces me permite pasar? ―dijo, ladeando la cabeza y esbozando una sonrisa llena de picardía.
―¡Qué galán! ―exclamó la joven, de nuevo sonriente- Claro, adelante. ―le invitó a pasar con un gesto.
El rubio aventuró un pie dentro de la estancia y la luz del recibidor parpadeó dos veces. Rebeca tragó saliva y le ofreció asiento en el sofá desgastado de la estancia, y fue a prepararle algo caliente.
―Preferiblemente un té inglés y unos azucarillos. ―dijo el niño desde el comedor.
Le pareció algo inusual su pedido, pero aún así accedió. Puso la tetera en el fuego y para adelantar dejó un recipiente de cristal lleno de azucarillos sobre la mesa próxima al invitado. El muchacho cogió todos ellos, introduciéndolos en su boca.
Unos minutos más tarde Rebeca llegó con una bandeja plateada, en donde iba la esperada taza con el té.
―No me has dicho tu nombre. ―dijo sin despegar la vista de la bandeja. Fue colocando todo lo que esta cargaba, primero la taza y por último una cucharilla sobre la mesita de madera.
―Mi nombre es Jericho―respondió una voz más grave y varonil.
Rebeca colocó sus ojos café en él. Ya no era un niño quien yacía sentado en el sofá, sino un adulto con el mismo semblante que aquella estatua.
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Mi nombre es Jericho
Kısa HikayeRebeca es una aspirante a diseñadora que trabaja en una boutique. Ella ve sus sueños entorpecidos por Amanda, una compañera de trabajo que siempre se lleva el merito de sus creaciones. Hasta que un día Rebeca acepta a un niño en su casa quien se tra...