Vencer al Infierno

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Estiro las piernas y me coloco bien el pantalón de tela negra. Las hebillas de la camisa de fuerza tintinean. Ahora cuelgan como grandes cascabeles de acero, pero sé que pronto servirán para que las correas me obliguen a mantener los brazos pegados al cuerpo, sobre todo mis manos, mis preciosas manos. Las beso, las adoro, con ellas realizo maravillas y, lo más importante en este infierno, con ellas sobrevivo.

Mientras espero, observo mi celda gris y aséptica de cuatro por seis metros. No tiene ventanas; paredes, techo y suelo son de cemento, liso e impersonal. Por lo menos se encargan de mantenerlo tibio. Una de las paredes, la que está frente a mí y da al pasillo, es de cristal o de algún material similar, qué sé yo. No tiene puerta ni rejas. La primera vez que la vi me pregunté cómo se las arreglarían para meterme dentro, la respuesta es obvia: magia. Malditos espejismos, juegos de manos e inexplicables ilusiones, cuando ellos quieren, la atravieso como si no fuera más que aire, pero si ellos no quieren... Ni mis manos, mis asombrosas manos, han podido crear la más mínima fisura. Mi celda es una caja herméticamente cerrada e iluminada por una cegadora e impersonal luz blanca. Salgo muy poco de aquí, sólo para que me interroguen o torturen, la verdad, no sé en qué se diferencian los dos términos. Pero ahora me van a sacar a jugar. Me relamo y muevo los dedos, ávidos de tocar y romper. Maldita sea, necesito una buena manicura.

Escucho el golpeteo del metal contra el cemento y pienso que el Infierno tiene leyes curiosas. En cualquier otra cárcel aislarían a los presos más peligrosos y les impedirían hablar con otros internos, las cuatro paredes serían opacas y los guardianes no tendrían botas con tacón de acero. Pero Redención es especial, creada para monstruos como yo y custodiada por monstruos como ellos. Me coloco bien mi camisa de fuerza de cuero negro, de la que cuelgan una decena de correas y el doble de hebillas, coquetería femenina, supongo. Respiro hondo, tengo que estar centrada para mi próxima batalla, mi supervivencia depende de ella. Oigo el taconeo cada vez más cerca (a esos cabrones les gusta anunciarse) y bajo la cabeza para que no vean la inquietud que crean en mí.

-Rotterdam, es la hora –oigo que anuncia Dieter, un cabrón rubio platino cuya cara sólo conoce dos expresiones: asco y sadismo.

Pulsos eléctricos me dejan fuera de combate, totalmente indefensa ante los guardias. Ya no me duele, me he acostumbrado, llevo demasiado tiempo en el Infierno. ¿Cuánto? ¿Uno o dos años? Puede que sean cinco o diez, es imposible saberlo. Noto cómo me atan las correas de la camisa de fuerza retorciéndome los brazos en una posición imposible y encadenan mis piernas para que no las separe ni un centímetro.

Para cuando salgo del aturdimiento, me están arrastrando por el pasillo como un fardo sin importancia. La luz me hiere en los ojos, no sé ni cómo la soportan ellos. Ah, sí, con la visera de la gorra de plato y las gafas de sol. Sacudo la cabeza; cuanto antes me despeje, más probabilidades tendré de sobrevivir. Las celdas junto a las que pasamos, clónicas de la mía, están vacías, hace tiempo que se han llevado a los presos a las gradas del Coliseo.

-¿Tendremos un buen espectáculo, Rotterdam?

-Siempre es un placer destrozar a otros –respondo ansiosa. No es lo mismo que salir de caza, pero algo es algo.

Dieter se ríe y las dos cuidadoras que me arrastran murmuran poniéndolo en duda. Capto la burla y el desdén en sus voces. Estos cabrones no organizan peleas justas, siempre se decantan por uno de los dos combatientes y mi intuición me alerta de que esta vez yo llevo las de perder. Pero no por nada me llaman la Picadora de Rotterdam (ciudad donde dejé siete preciosos cadáveres y la policía determinó mi 'modus operandi' para atraparme un mes más tarde obligándome a dejar una víctima a medias), el que se vaya a enfrentar a mí habrá terminado su condena en Redención.

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