Eres Leyenda I

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Escuchad con atención, porque voy a contaros una historia increíble que os juro que es cierta.

Una fría noche de finales de año, un carro negro como el carbón, adornado con filigranas plateadas y tirado por caballos azabaches, cruzaba el páramo helado a toda velocidad. No tenía cochero que lo guiara, pero los animales galopaban con toda seguridad hacia una inquietante mole que se alzaba en aquel lugar remoto. En la fortaleza se dieron cuenta de la llegada y salieron a recibir a una mujer de porte elegante y cabello blanco como la nieve.

–¿Qué la trae a nuestro Infierno, señora? –preguntó la Alcaidesa de Redención.

–Vengo a traeros un demonio –respondió sacando a una muchacha encadenada del interior del carro–. Espero que tengáis una celda de máxima seguridad para ella.

–Todas nuestras celdas lo son –aseguró altiva la jefa del Infierno–. Su cara no me suena, ¿cuál es su crimen?

–No todos los monstruos salen en los periódicos –respondió la recién llegada sosteniendo con una sola mano a la chica de pelo revuelto que, envuelta en cadenas, parecía dormir–. Induce al suicidio, espero que sus hombres estén preparados para su presencia.

–Lo están, aquí nos hacemos cargo de los peores elementos de la sociedad.

–Nunca uno como éste. ¿Se harán cargo a pesar de ello? –la mujer la miró fijamente con unos ojos azules desgastados por los años.

–Por supuesto –aceptó la Alcaidesa con orgullo–, ¿señora...?

–Silversmith –respondió dejando que dos redentoras del nivel F, Pimeys y Adamaris, le pusieran unos arneses a la cautiva para poder tirar de ella.

–Síganos, por favor, señora Silversmith –indicó la Alcaidesa, ordenando que la transportaran a la torre de los presos–. ¿De cuánto es su condena?

–Toda la eternidad estaría bien –respondió la mujer con frialdad.

–Estoy de acuerdo en que la mayoría de la escoria que custodiamos no debería volver a ver la luz del sol, pero se supone que nuestro trabajo consiste en hacerlos arrepentirse por sus crímenes y devolverlos rehabilitados a la sociedad.

–En ese caso, me conformaría con que la retuvieran siete años.

–¡Hervé, ¿lo estás apuntando todo?! –bramó de repente la Alcaidesa.

–Sí, señora –respondió un chico con una libreta en las manos.

–¿Y nos recomienda alguna precaución en especial? –continuó la ama de la prisión.

–Que, en la medida de lo posible, no la escuchen –respondió Silversmith.

–No hacemos caso a los presos.

–Me refería a que se taponaran los oídos, grita mucho.

–Aquí nos encanta hacerlos gritar –aseguró la Alcaidesa con sadismo.

–Sospecho que cambiarán de opinión cuando la conozcan.

–No nos subestime, señora Silversmith.

–Si lo hiciera, no habría acudido a ustedes.

Cruzaron el abismo que separaba el anillo exterior de la torre que se hundía en las profundidades de la tierra. Aquella noche la niebla se arremolinaba en el fondo, dándole aspecto de río espectral que separaba al mundo de la torre de los condenados. Entraron en ella y descendieron hasta el nivel F, el más hondo de todos, donde todos los nuevos comenzaban su suplicio.

Cuentos del InfiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora