Eres Leyenda IX-A

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 En todos sus años como redentora y, especialmente, los que llevaba como Alcaidesa, nunca había vivido una situación igual. Lo había intentado todo, pero sus mejores hombres eran burlados una y otra vez, los tarados se aliaban y se hacían fuertes con Klakla, los sistemas fallaban, el mobiliario a prueba de bombas era reducido con una facilidad y una alegría... Tenía un río manando desde los servicios de la E hasta el Coliseo, ambas antecámaras estaban rotas, la Cámara de la Agonía soltaba gas sin parar, que ya estaba invadiendo el piso E, y la Cámara de la Paranoia chirriando y desquiciando a los pocos redentores que quedaban funcionales.

Estaba sobrepasada. Sentada frente a su escritorio, en la penumbra de su despacho, escuchaba ruidos lejanos y el siseo de los aparatos de comunicación, que se habían descontrolado. Redención se quejaba, emitía sonidos quejumbrosos que sólo se escuchaban estando a solas, en la oscuridad. Todo fallaba e iba a peor, en una espiral de locura sin fin.

La Alcaidesa estaba acostumbrada a la demencia, ella misma la fomentaba. Buscaba presos y trabajadores con desequilibrios emocionales y mentales, primaban los pasados tortuosos, el sadismo, la psicopatía, la sociopatía, los trastornos paranoides... Después se encargaba de retorcerlos y mejorarlos; si no podían soportarlo, ¿a quién le importaba? Estar en un lado u otro del cristal, vestir camisa y corbata o camisa de fuerza con correas, proporcionar torturas o recibirlas, sólo dependía del momento en el que los encontraba y del humor de ella.

Por ejemplo, cuando fue a por Diana, se planteó darle un puesto como redentora. Pero los gritos de aquel psicólogo ensangrentado y la mirada de la adolescente la hicieron cambiar de opinión. Aquella mirada desquiciada y violenta, pero también paciente y justa. Consideró que sería más interesante meterla en la F y quebrar el autocontrol y la moral que le quedaban. Además, había venido con el regalo de la visita regular del psicólogo, a quien estaban destrozando también. Sonrió malvada, adoraba su juego de marionetas en el Infierno Gris.

Pero a Klakla no la había buscado, la mujer de pelo blanco la había traído, prácticamente la había metido en la celda y la había obligado a aceptarla en su cárcel. Silversmith. La Alcaidesa apretó los puños y recordó la voz altanera de aquella mujer, retándolos a soportar a la loca durante siete años. Ahora que lo pensaba, le había encasquetado una bomba de relojería, a sabiendas de que le explotaría.

Con un gesto impetuoso, abrió el cajón superior del escritorio hasta casi arrancarlo y rebuscó en su interior. ¿Dónde había dejado la puñetera nota? Había pasado año y medio desde entonces y esperaba no haberla perdido. Al fin, en el fondo y medio doblado, encontró el papel de la libreta de Hervé con la dirección. Dudó, no estaba en condiciones de mandar una redada allí y sospechaba que, en el mejor de los casos, encontraría un solar vacío. De modo que giró la silla y se encaró con el espejo de cuerpo entero. Si iba a confirmar el timo, prefería hacerlo a solas en su despacho y no sufrir una humillación pública. Otra más.

Conjuró el hechizo llamada y se dejó caer contra el respaldo, observando cómo el espejo se tragaba el reflejo y se volvía negro. Esperó un par de segundos en silencio y entornó los ojos, estaba claro que nadie iba a responder al otro lado. Levantó los ojos al techo, ¿cuándo y cómo terminaría aquella pesadilla?

"Welcome to the jungle, it gets worse here every day". La Alcaidesa se sobresaltó al escuchar una aguda voz masculina acompañada por música que al momento catalogó de chatarrera. Bajó los ojos al espejo y se encontró con la ventana a una especie de taller. "You learn to live like an animal in the jungle where we play".

–¿Sí? –un hombre moreno entró en el encuadre, la miró con interés unos segundos y, haciendo un gesto, disminuyó el volumen de la música– ¿Con quién tengo el placer de hablar? –preguntó con una amplia sonrisa que se le hizo familiar.

Cuentos del InfiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora