Capítulo III: El precio de la fama

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El sol se estaba poniendo cuando el cochero dio la señal de alto. Habíamos llegado a Lurianne, un pequeño pueblecito de casas de piedra negra. El carruaje quedó aparcado a un lado del camino, a las afueras. Salí a estirar las piernas y dar un paseo sumido en mis pensamientos. Tenía una extraña sensación en mi cuerpo, sentía como si alguien me estuviese siguiendo. Encontré un pequeño arroyo donde decidí lavar mi cansado rostro. Agarré a Esfinge y la observé con orgullo; resulta difícil encontrar una espada tan majestuosa, forjada con metal de leyenda, símbolo de la realeza. Esta colosal espada ha acompañado a grandes reyes en sus batallas y a los Kristin más peligrosos del Gran Continente, qué mejor nombre para este arma que el de aquella mítica bestia.

Al día siguiente temprano, con el fresco matutino, me dirigí a la plaza del pueblo dispuesto a encontrar a ese tal Bílir. Estaba nublado, como de costumbre, y bajo la luz grisácea el pueblo tenía un aspecto espantoso. Había un mercado ambulante instalado en el centro de la localidad, los puestos al aire libre ofrecían hortalizas raquíticas y carne de dudosa procedencia. La gente iba de un lado para otro, despacio, observando cada tenderete. Las nubes eran lo bastante densas para tapar la claridad del sol. Miré alrededor buscando algún puesto que vendiese carne caprina. No tardé en divisar una cabeza de cabra adornando uno de los puestos, detrás de éste había un tipo con el ceño fruncido.

—¿Es cordero?—pregunté cuando me acerqué.

El hombre me miró con desconfianza.

—Es cabra.

—Entonces, ¿podrías indicarme dónde encontrar a Bílir?—seguí jugando un poco—. Me gustaría comprarle cordero.

—Yo soy Bílir—contestó alzando una ceja—, y esto es cabra. La mejor de todo Mérlobock.

—No me interesa comprar cabra. Ayer comí cordero en La Sirena de Brionne, y me han dicho que un tal Bílir vendía esta carne. Si no vendes cordero, lo buscaré en otra parte.

Hice el ademán de marcharme. Hice mentalmente una cuenta atrás y antes de llegar a cero noté que me llamaban.

—Espere, señor—se acercó a mí y bajó excesivamente la voz—. Verá, yo le vendí el cordero al anciano de La Sirena, pero era cabra. Se lo juro, si le gustó aquella carne, esta es la misma.

Bílir compuso una sonrisa, como si encontrase divertida la situación.

—¿Esa es toda la carne de cabra que tienes?

—Bueno, ahora sólo dispongo de...

—No es suficiente—negué con la cabeza interrumpiendo al vendedor—. Necesito mucha más.

—Tendría que volver mañana, señor. Puedo matar un par de cabras que tengo en...

—¿Tienes más cabras?—de repente fingí hacerme el sorprendido—¿Cuántas cabras tienes?

—Ahora mismo dispongo de diez cabras, señor. Dígame cuántas necesita y...

—Quiero verlas.

—¿Cómo dice?—esta vez el sorprendido fue Bílir, y dudo mucho que estuviese fingiendo su reacción.

—Quiero ver el estado de esas cabras. Si son de la calidad que busco te compraré todas—terminé mi frase sacando un pequeño saco de monedas de una de mis botas.

Bílir permaneció unos instantes en silencio, inmerso en sus pensamientos. Estaba a punto de amenazarle con irme a otra parte cuando le vi negar con la cabeza.

—Qué demonios, claro que sí. No todos los días uno tiene la suerte de vender toda su mercancía a un forastero—rió de su propio comentario—. Vamos, vamos. Mi granja apenas está a veinte minutos de aquí.

Las Cartas de KátsarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora