Capítulo IV: Yvette

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Este capítulo ha sido escrito por el autor Salvador Herrero, colaborando en Las Cartas de Kátsar



A veces me pregunto qué es lo que verdaderamente significa decir que algo es difícil o fácil. ¿Quién decide lo que es una cosa u otra? ¿Es fácil porque no me cuesta demasiado esfuerzo hacerlo? ¿Porque tal vez disfruto haciéndolo? ¿O lo es porque cualquier otro ni siquiera sería capaz de imaginar cómo comenzarlo? Hay veces que acabo preguntándome por qué hago lo que hago y por qué lo hago de esta manera en especial. Y en todas y cada una de ellas una conclusión me ronda de repente: me da exactamente igual.

Lo que busco detrás de todo esto es la emoción del espectáculo. Un espectáculo que justifica el antes, el durante y el después. Un espectáculo de un delicioso y adictivo sabor, creado para un único y exquisito paladar: el que se esconde tras mis labios. A veces dulce y a veces amargo. Otras veces atrevido. Y otras veces, extremadamente arriesgado. Pero, ¿qué es la vida sino riesgo? ¿Y qué es el riesgo sino la prueba de que estamos vivos?

El espectáculo que he preparado hoy es muy distinto al de los habituales. En cierto modo, puede que sea por las características del escenario. La imagen nocturna del interior de este inmenso astillero me hace sentir un ligero escalofrío en la espalda. Pero no es malo. No, no es nada malo. Todo lo contrario. Es maravilloso volver a disfrutarlo una vez más.

A través de los intensos cabellos pelirrojos de mi largo flequillo, mis ojos celestes apuntan hacia adelante y se posan sobre los anchos pasillos de esta planta elevada. Al otro lado de sus barandillas y suelos de entramados metálicos se observa una caída de por lo menos veinte metros. Tenso mis párpados mientras acaricio la pálida piel de mi barbilla con la punta de los dedos. Entre una pasarela y la siguiente se encuentran cientos de rompecabezas edificados con cajas y embalajes de distintos tamaños. El techo todavía queda a una altura considerable. Y de éste penden de vez en cuando varias cadenas enganchadas de largos raíles. El camino de vuelta hasta esta pequeña habitación situada en uno de los extremos ha aclarado mis ideas. Doy un paso hacia atrás adentrándome en ella mientras estiro el brazo para cerrar la puerta. Me doy la vuelta y le miro con repentina seriedad.

Bajo la luz de un oxidado candil aquel tipo sentado sobre una silla de madera no parece tan duro. No lo parece si omitimos que me saca más de una cabeza de altura y que el diámetro de sus brazos tatuados es mayor que el de mi cintura. Pero todo está bajo control. Está inconsciente y maniatado. Y supongo que si sospechara lo que está a punto de suceder, preferiría continuar estándolo.

Camino hacia él con decisión y detengo mis pasos frente a su cuerpo levemente inclinado para darle una tremenda bofetada con el reverso de la mano. Apuesto a que me ha dolido más a mí que a él. Y poco a poco voy notando que estoy en lo cierto cuando ladea la cabeza y vacila entre parpadeos. Alza la barbilla y trata de enfocarme con sus perezosas pupilas.

— ¿Dónde estoy? — Balbucea hasta recuperar la nitidez —. ¿Qué es este lugar?

Alzo la rodilla y aterrizo el talón de mi bota sobre su rótula para comenzar a retorcerlo mientras acerco mi rostro al suyo hasta casi rozar su nariz con la mía. El hombre abre los ojos de repente y sus pupilas se encojen al sentir un despertar similar al de un cubo de agua helada.

— ¿Quién eres? — Me pregunta. Como si fuera a contestarle.

— No he podido evitar fijarme en tu magnífico historial, Umrot. Robos, extorsiones, asesinatos... Definitivamente, suculento — concluyo mientras el celeste de mis ojos irradia una profunda codicia.

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