Capítulo VI: Polvo y sudor

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La luna se marchaba a descansar con su luz mortecina y la primera palidez del alba se confundía en una semiclaridad fantasmal. Abrí los ojos con lentitud, la cabeza me daba vueltas y la boca me sabía a sangre y fango. Mientras escudriñaba a mi alrededor, divisé arbustos intensamente oscuros desperdigados sobre una colina. En varias ocasiones me pareció ver criaturas que se deslizaban a través de las sombras, me miraban y reían, y con rapidez volvían a desaparecer. Quise moverme y no pude, mi cuerpo estaba atado a un poste de madera en mitad de la nada, parecía que estuviese atrapado en un extraño sueño del que no lograse despertar.

La desesperación era aún más cegadora que el alba. Maldije mi estupidez y mi falta de reflejos al confiarme. Quien fuese mi captor sabía muy bien lo que hacía, debía haber estado siguiéndome durante todo aquel tiempo que me instinto me avisó a gritos y yo no quise escucharle, y había decidido lanzarse sobre mí en el momento más oportuno.

Una figura surcó la bruma del alba, envolviéndose de las cristalinas capas que fluctuaban en el aire. Unas palabras quebraron el silencio, pero fui incapaz de descifrarlas.

—Todavía dudo de que tú seas el famoso Kátsar—dijo la mismo voz, esta vez sí entendí lo que decía—. Ha sido tan fácil darte caza como pescar o atrapar ranas.

—Suéltame y déjame demostrarte de qué soy capaz—respondí con voz carrasposa.

—No dudo de tu fuerza bruta, eres robusto como un venado pero idiota—la joven que se alzaba ante mí envuelta en una capa negra escupía con desprecio cada una de sus palabras—. Eres una vergüenza para los kristin.

Me estremecí al oír aquella palabra. Poca gente hablaba ya de los kristin, nos habíamos extinguido.

—¿Quién eres?—me oí preguntar con rabia.

—Soy la última kristin en este mundo, tú tan sólo eres una vieja gloria—siguió reprochándome—. Te has convertido en un borracho y en un cobarde.

Gracias al primer claro de luz, advertí una tez pálida que se ocultaba tras la oscura capucha de mi captora, junto a dos ojos de un azul intenso incrustados en un rostro inexpresivo.

—Tal vez sea un borracho, no te lo niego, pero no un cobarde—respondí removiéndome sobre mis ataduras—. Te vuelvo a pedir que me sueltes y saldemos este asunto, sin trampas ni dardos envenenados de por medio. Engaños y trampas, trucos más típicos de una mujer que de un kristin.

Mis palabras surtieron efecto y mi secuestradora se alteró en un abrir y cerrar de ojos. Se abalanzó sobre mí con un puñal que no tardó en presionar contra mi cuello.

—Cuidado, Kátsar. Ya has cometido muchas estupideces en tu huída a Mérlobock, no quieras cometer la última tan pronto—su aliento olía a cerveza, al parecer no era el único aficionado a la bebida—. Si no te he matado todavía es porque han puesto precio a tu cabeza y a tu espada. ¿Dónde escondes a Esfinge?

En un gesto involuntario, desvié la atención hacia la hoja. Como intuía, estaba manchada, había sido usada hacía poco.

—¿Has comido hace poco verdad?—pregunté de repente buscando su fría mirada tras la capucha— ¿Acaso no sabes lo incómodo que resulta llevar a cabo una persecución con el estómago lleno?

—¿Qué?

Antes de que mi sorprendida captora pudiese reaccionar, terminé de removerme entre las ataduras y en una muestra de fuerza bruta tiré con todas mis energías partiendo el poste. Caí hacia adelante derribando a mi secuestradora y una vez en el suelo rodé para liberarme del todo de las cuerdas que me aprisionaban. Me puse en pie de un salto y corrí como un rayo, en busca de la más que probable montura que ella debía de tener pastando en algún lado. Pero me equivoqué, ningún caballo salió a mi encuentro y antes de que pudiese pensar un segundo plan de escape, una saeta silbó en el aire hasta impactar con un sonido seco y mojado en mi muslo izquierdo. Caí de nuevo al suelo y grité con odio a los dioses y reyes del mundo por condenarme a tanto dolor.

Las Cartas de KátsarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora