Capítulo dos

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Abro los ojos.

Lo primero que veo son las rosas.

Rosas muertas en el jarrón.

¿Cómo han podido marchitarse en una noche?

¡Es imposible!

Me levanto y cojo del cajón una llave vieja y oxidada.

Voy hacia la habitación del silencio, no sin antes coger las rosas.

La puerta chirría al abrirla y los tablones de madera crujen bajo mis pies.

Enciendo la luz y me dirijo al fondo de la habitación, donde un congelador gigante susurra mi nombre.

Lo abro haciendo que el polvo que había se esparciera en el aire.

Saco el mechero y lo enciendo.

Acerco las rosas a la llama que he prendido.

Los pétalos arden y se deshacen, cayendo finalmente en el frío cuerpo de Rosa y enredándose en su pelo rojizo.

-Lo has conseguido Rosa, has matado a más de mis flores, has impedido que encuentre la felicidad. Enhorabuena.

Sus ojos azules me miran fríos e inertes.

Acerco mi mano a su mejilla y le quito la escarcha que se ha formado en su piel.

-Podríamos haber sido felices. Podríamos haber hecho cosas grandes. El mundo era nuestro, teníamos el control. Entonces, ¿por qué lo echaste todo a perder?

Ella no contesta, nunca lo hace.

Pero aunque no conteste me sigue queriendo, lo sé.

Solo que es demasiado orgullosa como para admitirlo.

Algún día lo hará, estoy seguro.

Ese será el día en el que encuentre una rosa que no se marchita.

Entonces, ella se dará cuenta de que me ha perdido para siempre.

Y por fin la tendré entre mis brazos, de nuevo.

Pero ella ha descubierto mi plan y está matando todas las rosas.

Una por una, ramo tras ramo, hasta que no quede ninguna.

 

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