Palabras

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Hace poco escuché una canción, ese estilo antiguo y de sonido un poco lamentable, pero cuyos versos solían ser más profundos que ahora, más auténticos y bonitos.

"Las palabras", decía, "son tan vanas, cuando no se dicen con el corazón."

Hay palabras que me han destrozado por dentro, palabras que me han dolido más que cualquier otra cosa, más que un golpe físico o una terrible acción. Pero también, a veces, hablar ha calmado los tormentos de mi alma, unas simples palabras me han serenado por completo y han hecho de mi día una mejor jornada. Hablar ha evitado muchas cosas, pero también ha desencadenado acciones que provocan tormentas, o acciones que iluminan mi entorno.

Pero, ¿cómo saber si esas palabras son ciertas?

Estoy segura de que incluso la persona más perceptiva y escéptica ha sido víctima de una que otra mentira. Y es que eso es lo maravilloso de las palabras; son como un espeso manto rojo de terciopelo, impenetrable como una cortina de hierro, y es casi imposible ver más allá de lo que nuestros oídos perciben. No se puede. Simplemente no se puede.

Por eso no confío realmente en lo que la gente dice. Sea malo o bueno -aunque siempre tendré una tendencia a escuchar lo que las personas me gritan cuando están enojadas, pues tengo la creencia de que aquello suelta lo que realmente piensan-.

Mi base, lo que hace que crea en alguien, son los actos.

Yo no quiero bonitas cartas, ni charlas motivacionales para berrear. No quiero frases bonitas, ni promesas vanas.

Yo quiero que alguien te sea leal, que haga lo bueno sin decirlo, que se sacrifique sin adular al respecto, que sus actos sean tan fuertes que su grito sobrepase al de las palabras. Que los actos iluminen con un resplandor mayor al de las dulces mentiras, que sean como medicina para el alma y el corazón, que sean capaces de diluir lagos de odio, borrar traiciones y regresar a lo que debió de ser.

Así que sí, un acto vale más que mil palabras.

Dentro de míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora