4. El viento y el verso

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Sentía un calor horrible bajo las mantas, pero no se iba a destapar porque se encontraba en el trance de quedarse dormido, aquel por el cual percibes todo pero en el que a la vez no quieres ser consciente de nada.

Se dedicaba a contar los segundos que le quedaban para finalmente rendirse ante la noche, pero tan siquiera podía hacer eso correctamente, tendía a perder la cuenta en el cinco, y luego volvía a empezar, incapaz de conciliar el sueño. Los números se mezclaban con sus pensamientos, y si no era capaz de alejarlos no sería capaz de dormir.

No eran pensamientos claros, eran borrones de dibujos y versos.

El dibujo que había visto en manos de aquel chico y que ahora identificaba como su ojo. Con el iris azul manchado del gris de la culpabilidad.

Y ahora los versos de Pablo.

Solo la palabra vale. Únicamente

ella ilumina el mundo,

le da claridad a las cosas

y hace nítida e inteligible

la confusa oscuridad

de nuestro ser,

mortal e indeciso.

Y todo para volver a empezar. Del uno al cinco, del cinco al dibujo y del dibujo a los versos. Ese era el ciclo de la inconsciencia, del sueño que no se dignaba a llegar y que le atormentaba con alargar más ese día.

La palabra vale y ahora él se arrepentía tanto de no haberla utilizado, de no haber respondido a aquel que. Porque así era nuestro ser, mortal e indeciso, e Íñigo lo había demostrado en sólo un momento y ahora, desde el calor de un hogar, de una cama, se preguntaba cómo se habría visto todo desde fuera. Cómo sería posible entender que él estuviera interesado en un vagabundo.

Qué injusto era el mundo, teñido de una oscuridad confusa, esperando el poder de la palabra, de algo que lo iluminara, que le diera claridad y nitidez.

También así se encontraba su cuarto y su mente, que finalmente había cedido, y había abandonado su cuerpo, para sumergirse en el bálsamo del sueño, pero no era capaz de flotar, e Íñigo sentía que se ahogaba, que caía lenta y densamente pero que nunca llegaba al final, del mismo modo en el que el oxígeno no llegaba a sus pulmones.

Esa mañana había llamado a la oficina para decir que no iría, y a nadie pareció importarle con tal de que tuviera listo el discurso para el día siguiente. Pero eso tampoco le importaba a él, hablaría de la plurinacionalidad del estado, de la hegemonía de los sectores aliados y si la cosa se prestaba acabaría leyendo algún poema, el que mejor le representase en ese momento, y eso sonaba a un romanticismo devastador.

Se quedó un cama un rato más, y ese rato fue aumentando hasta hacerle perder la noción del tiempo.

Veía como la luz que entraba por la única ventana de la estancia iba ampliando su campo según se acercaba al medio día, y entonces pensó que ya bastaba de remolonear, que como siguiera así sus pensamientos se iban a liar de nuevo hasta formar un nudo que golpearía sus sienes hasta destrozarlas en un dolor agudo; y se levantó de un salto.

Al salir a la calle notó que el aire golpeándole la cara era la único que necesitaba, lo único capaz de despejarlo y dejar de nuevo su mente en blanco, dispuesta a escribir una nueva historia.

Paseo vagamente por todas la calles peatonales que rodeaban su vecindario y cada vez se iba sintiendo más vivo, más cómodo.

Empezó a hacer los recados que le tocaban, el comprar el pan o pararse o ojear las noticias que se presentaban en un quiosco. Estaba tan inmerso en tales acciones cotidianas que tan siquiera se dio cuenta en qué calle estaba hasta que empezó a cruzar los eternos soportales, en los cuales sabía a quién se iba a encontrar, porque siempre estaba allí, como esperandole. Notó como el estómago se le encogía y martilleo en su cabeza empezaba a resonar de nuevo.

Prosas ProfanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora