8. Sonetos del amor oscuro

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La luz ya entraba por la ventana y para su sorpresa resultaba bastante clara y limpia, dejando constancia de que después de la tormenta siempre sale el sol.

Iñigo pestañeo unas cuantas veces antes de poder abrir los ojos definitivamente y acostumbrarse a la claridad que inundaba toda la habitación e incidía sobre el rostro dormido de Alberto. Bajo esa nueva perspectiva se miraba mas atractivo aun. Las marcas en sus mejillas lucían más profundas y sus pestañas más largas, ese aspecto salvaje, acentuado por la barba descuidada o el pelo revuelto, se rompía con su expresión de absoluta calma.

Se removió inquieto en el colchón que había colocado en el suelo y puso toda su atención en el techo, intentando por todos los medios dejar de pensar en el chico que yacía en su cama. Fue en vano.

Se levantó con cuidado de no hacer ruido y pretendió huir hacia el baño, el único lugar de la casa que quedaba separado del resto. Pero no llegó a tiempo. El somier de la cama comenzó a crujir y sobre él Alberto pretendía acomodarse, todavía con su rostro adormilado.

— Buenos días. — susurro Iñigo saboreando la idea de tener a alguien al fin al que dedicarle esas palabras.

— Uhg.

Intentó ocultar una sonrisa al ver como el malagueño se desperezaba y se dirigió junto a él, jugando nervioso con las mangas de su pijama.

— ¿Qué tal has dormido?

— Bien...

— Bien.

Alberto se hizo a un lado y dejó un hueco para que Iñigo se pudiese sentar junto a él, pero este dudó durante unos segundos si realmente aquel gesto significaba lo que él creía, o quería que significase. Una vez se hubo acomodado sintió como el calor que irradiaba el otro se iba apoderando de él, encendiendo con cuidado las diminutas chispas que brotaban por su cuerpo.

— Estoy más cansado que nunca. — confesó mientras dejaba caer su cabeza contra la pared y volvía a cerrar los ojos.

Iñigo lo miró de reojo con cierta vergüenza, con miedo a ser pillado haciendo algo prohibido. Se mordió el interior de la mejilla y apartó la vista, que de forma rebelde seguía dirigiéndose a los labios entrecortados desde donde unos segundos antes había salido esa voz ronca. Volvió a rehuir con la mirada y esta vez sus ojos quedaron fijos en la mano que descansaba sobre su pierna y que no recordaba cómo había llegado ahí. La sangre se notaba hirviendo por cada parte de su cuerpo, y en un impulso, cuando posó su mano sobre la de Alberto, no pudo evitar sorprenderse al notar que estaba helada.

— ¿Tienes frío?

Solo recibió un asentimiento como respuesta y eso le sirvió para afianzar el ceño fruncido. Vaciló sobre si tocar la frente de su acompañante para comprobar si tenía fiebre y lo cierto era que se moría de ganas por hacerlo y después continuar el ritmo de las caricias, pero se obligó a sí mismo a despedirse de esas ideas y se concentró en lo que caliente que resultaba el tacto de su mano sobre esa parte del cuerpo en contraposición a cómo la había hecho con anterioridad en las manos.

— Estás hirviendo.

Iñigo se incorporó y miró asustado como Alberto abría los ojos con cierta pesadez para clavarlos sobre los suyos.

— Estás muy guapo sin gafas.

— Y tú estás delirando. — se levantó definitivamente de la cama y acomodó de nuevo las mantas, quitando algunas para intentar rebajar el calor corporal del otro. — Venga, túmbate.

— Siempre he pensado que eras muy guapo.

— Alberto...

— Lo que más me gusta son tus ojos, así que deja de mirarme así.
Iñigo hizo caso y apartó la mirada de él completamente avergonzado y sin saber qué decir. Suponía que al cabo de unas horas, cuando se encontrase mejor se arrepentiría de todo lo que estaba diciendo, por lo que prefirió no seguirle el juego, evitando así salir malparado.

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