14. Cantos de vida y esperanza

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Levantó la cabeza del libro e intentó agudizar el oído, no seguro de haber escuchado unos golpes en la puerta.

—¿Sí?

Se mantuvo atento pero lo único que percibía era el resoplido de Winter que descansaba sobre su pecho. Le acarició con suavidad entre las orejas y sonrió satisfecho de que al fin el gato comenzase a ser afectivo con él. Se sentía una relajación extrema en aquel momento, con la luz del verano entrando por la ventana, pero resguardandose en la fresca sombra de su cama. Se esforzó tanto en saborear la calidez del ambiente que cuando el timbre sonó ni siquiera podía estar seguro que fuese el de detrás de su puerta.

Se dejó estar unos segundos más allí tumbado, agarrando el libro con agilidad entre sus dedos para no perder la página. Entonces se dio cuenta que efectivamente alguien había ido a buscarle a él, porque nadie más vivía en la parte alta del edificio, y porque el nuevo resonar del timbre le hizo salir de su aturdimiento.

— Voy — dejó escapar sin estar muy convencido. — ¡Voy, voy ya!

Buscó las gafas por entre los papeles de la mesilla y cuando dio con ellas relleno el espacio vacío que habían dejado con la superficie del libro que todavía mantenía agarrado.

Se desperezó y apartó a Winter con cuidado para poder levantarse. El gato demostró su molestia maullando y saliendo por patas de su cama, para acomodarse nuevamente en la parte baja de una estantería.

— Eres un repugnante — le dijo.

Y antes de que al gato le diese tiempo a replicar la sonrisa de Iñigo ya se había borrado de su cara, descolocándose, rompiéndose todo él, que sólo conseguía mantenerse en pie por el soporte que le daba estar agarrando con tanta fuerza el pasaporte de la puerta.

El chico frente él tampoco tenía mejor aspecto, aunque bajo el filtro de sus ojos siempre se veía espectacular.

— Hola.

— Oh, hola... Perdona que no te reciba el mayordomo, hoy tiene el día libre.

Se replicó mentalmente, maldiciendo la respuesta por parte ingeniosa e inoportuna, fruto de un nerviosismo creciente que le había paralizado el corazón y cualquier flujo de sangre que llegase al cerebro y le permitiese pensar bien.

— Puedes reírte — comentó. — Solo bromeaba.

Él sí se rió, sin encontrar las ganas en ninguna parte. Fingiendo. Conteniendose. Deshaciéndose. Le dolía todo, por dentro y por fuera y por el medio. Le dolía aquello que veía, que imaginaba y que sentía. Le dolía tenerlo tan cerca tanto como le dolían los centímetros que le separaban.

— Iñigo...

— Alberto.

— ¿Puedo... puedo?

—¿Pasar? — se atrevió a acabar la frase por él. — No sé. ¿A qué vienes?

Alberto se lamió los labios y se encogió de hombros, dejando que sus ojos se escapasen del brillo azul del otro.

— Para ser tú el que ha venido a por mi te ves demasiado confuso.

— No vengo a discutir. Eso lo tengo claro.

— Entonces pasa.

Iñigo se apartó y le dejó paso, jugando con sus manos, sin saber dónde posarlas o como ponerlas, obligándose a dejarlas lejos del cuerpo que conocía también pero que no era el suyo. Sentía molestias en todas sus extremidades, que temblaban, en sus dedos adormecidos y en los nudillos blancos de haber apretado con tanta fuerza el pomo.

Prosas ProfanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora