2. Vida a vida.

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Había salido el sol.

Toda la comarca gallega había estado oculta bajo unas nubes densas y grises a lo largo de la semana, pero ya había salido el sol e inundaba toda la buhardilla de Íñigo, dándole un empujón de positivismo para dirigirse a trabajar.

La gente en la calle también parecía muy animada, a sabiendas de que iba a ser difícil tener más días como ese, pero sabían cómo aprovecharlo. Todavía con la bufanda al cuello había gente paseando, niños que se dirigían al colegio y los dependientes que abrían sus tiendas esperando que la tregua que le había dado la lluvia se tradujera a más clientes.

El joven saludaba aquí y allá, a viejos conocidos o a gente, que como él, se dirigía a trabajar y ya se les hacía común en su camino. Se encontró incluso con un gato que correteaba de un lado a otro de la calle, escapando de su dueño que reía detrás de él. Intentó esquivarlos y a la vuelta de la esquina ya se encontró con el gran cartel que le anunciaba que había llegado a su destino.

GALAXIA.

Ya iba para dos años que llevaba trabajando en la editorial, y por consiguiente, viviendo en Galicia. Y francamente se sentía bien ahí. Le gustaba su trabajo, el tener que leer montañas y montañas de libros, buscar información de los escritores y mismo tratar con ellos. Esa era sin duda su parte favorita, en la oficina se pasaba casi más tiempo hablando con los poetas que traduciendo sus obras.

Subió hasta la tercera planta y se dirigió, antes que nada, a por un café, el segundo del día que prometía ser muchos más.

- Bó día.

El que le hablaba era el novelista Pedro Feijoo, aquel que intentaba escribir novelas negras y policiacas pero que le acababan saliendo más románticas que la salsa rosa. Gracias a Íñigo, ahora sus libros se podían leer tanto en castellano como euskera y debía admitir que había disfrutado con la experiencia de trabajar con él.

- ¿Qué haces por aquí, Pedro?

- Andamos a procrear, home.

Íñigo le rió la ocurrencia y le palmeó la espalda mientras se servían los cafés en unos vasos de plástico. No era lo mejor del mundo, pero se conformaban.

Salió de la sala dándole pequeños tragos al líquido, que estaba lo suficiente caliente como para subir la temperatura de sus mejillas, y se dirigió a aquel despacho que siempre tenía la puerta cerrada y el que muchos ignoraban.

La cueva.

Al entrar el humo del tabaco le golpeó con fuerza en el rostro, obligándole a dar dos pasos atrás y a frotarse los ojos bajo las gafas, notando como se le empezaban a irritar.

- Joder macho, parecéis el club de los poetas muertos... por una insuficiencia respiratoria.

- Bueno, carallo, bueno. - Juan Carlos le respondió con parsimonia, metiéndose la pipa en la boca, todavía ensimismado con el cuaderno que tenía sobre sus piernas. A veces costaba diferenciar donde acababa el personaje de Alfonso Daniel, aquel que firmaba los libros, y donde empezaba la persona de verdad.

Pero eso le pasaba con todos, tenían unas personalidades tan arrolladoras que a veces lo literario se convertía en lo real, y hablar con Pablo Iglesias era lo mismo que hacerlo con Manuel María, dos hombres que habían sido encerrados en un mismo cuerpo, desaliñado y torpe, adornado por una media melena que se asomaba por sus hombros e insinuaba los piercings de su rostro.

- Ya deberíais saber que aquí no se puede fumar.

Íñigo se cansaba de repetírselo y ellos se cansaban de ignorarlo, hasta que un día la alarma anti incendios saltará y saldrán de allí empapados por no haberle escuchado. Se encargó de subir más las persianas y abrió las ventanas, dejando que el fresco se apoderara de la habitación y los despejara a todos.

- Ugh no, me gustaba el mundo de las sombras.

- No te pongas romántico, Pablo. - le replicó Íñigo, una vez despojado de su abrigo y acomodado en la mesa que se situaba en el centro de la sala, a veces oculta bajo papeles y otras siendo un campo despejado para debates. Hoy parecería ser la segunda opción.

- Siempre es un romántico. - todas las miradas se dirigieron a Albert, que sonreía sosteniendo un cigarrillo que parecía quemarle entre los dedos. - De instintos autodestructivos en una realidad paralela, pero un romántico.

Pablo le devolvió la sonrisa pero miró hacia otro lado, intentando ocultar lo que era tan obvio para todos allí. Pero así era su dinámica. Parecía imposible hacer coincidir a un Pablo escapista con el marginal del Albert dentro de una misma realidad. Y mientras tanto Juan Carlos escribía sobre ellos e Íñigo disfrutaba leyéndolo.

- ¿Y este romántico tiene algún poema nuevo que quiera compartir o sigue bloqueado?

- Al romántico le bloquea que le rechacen. - Pablo soltó su respuesta al aire y todos parecieron captarla al vuelo, aunque decidieran obviarla.

- Yo creo que aquí lo único que os bloquea es que sigáis con juegos de versos libres y no os decidáis a follar.

Juan Carlos pareció conectar de nuevo con la conversación y sobresaltó a aquellos que lo escuchaban. Íñigo agradeció ya haber acabado su café porque de no ser así ahora lo tendría arrojado por sus piernas. Albert no tuvo la misma suerte, pues se atragantó con el humo que estaba vapeando, produciendo la risa tonta de sus compañeros.

- Yo creo que aquí hay tema para muchos poemas, así que vosotros a escribir y yo a traducir. ¡Venga chicos!

Íñigo recogió sus cosas y se dispuso a salir de la sala para dirigirse a su despacho, tenía más cosas que hacer que pasar el rato con un grupo de inadaptados.

- ¡Cierra la puerta! - reconoció la voz de Juanca al salir.

- ¡Deja que airee un poco, que hay mucha tensión ahí dentro! - le respondió ya alejándose por el pasillo.

La mañana no se le hizo muy ajetreada, había tenido una reunión para la propuesta de formar una nueva Asociación dentro de la editorial y luego se había dedicado a ordenar papeleo. Lo bueno de su trabajo es que le permitía poder llevárselo a casa y tomárselo con calma, así que ese día cuando dejó la oficina cerca de las dos de la tarde planeó en no volver a pisarla hasta el día siguiente.

El sol se encontraba más alto, pero no por eso la temperatura había aumentado. Íñigo escondió parte del rostro entre su abrigo verde militar y se apresuró en meter las manos en los bolsillos del mismo. Caminaba con cierta calma, mirando hacia el suelo y deseando llegar a casa lo antes posible. La gente ya se había esfumado de la calle, y eso le transmitía muchísima tranquilidad al ambiente, hasta que unas notas musicales rompieron el silencio.

Levantó la mirada y a lo lejos pudo distinguir un hombre frotando delicadamente las cuerdas de una guitarra. No estaba del todo afinada, pero no sonaba mal.

Poco a poco Iñigo se fue acercando a él, absorbido por los acordes y el magnetismo que el chico tenía en si mismo. Cuando apenas estaba a tres pasos de él pudo distinguir al gato que se acurrucaba a su lado, y lo identificó como el mismo con el que se había encontrado esa mañana.

A dos pasos algo empezó a removerse dentro de él y no fue capaz de identificar el qué.

Pudo haber cambiado de dirección, pero no lo hizo.

Ocurrió en menos de lo que una aguja tarda en contar un segundo que sus miradas se cruzaron. Podría haber jurado que todo en ese instante se había parado, pero sin darse cuenta él siguió su camino y la guitarra siguió sonando.

El brillo de aquellos ojos castaños era como la sintonía de una sonrisa triste y sólo si se hubiera dado la vuelta hubiera comprobado que Alberto continuaba mirándole.

Concha Méndez.

Prosas ProfanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora