Capítulo V - Pequeño entre grandes

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Ajachay era un joven pequeño. Si lo viéramos con los ojos puestos en como son los hombres hoy, probablemente pensaríamos que era enorme. Y quizás a su modo lo fuera, pero para ser un Rumeraute resultaba pequeño. Probablemente, su condición lo hiciera ver aún más menguado de lo que su humanidad aparentaba.

Él era hijo del jefe de la tribu Rumeraute, había sido concebido bajo los preceptos de poder y supremacía de casta y se suponía que eso debía significar grandeza y valía. Porque cuando Ahdik, su padre, dejara el mundo tangible para encontrarse con sus ancestros, debería sucederle e incluso superarlo. Debía continuar guiando a su pueblo hacia la prosperidad y protegerlos de la mano opresora de los Chará-wisúes, como venían haciéndolo todos los jefes hacía incontables generaciones. Esos despiadados seres del pueblo de Ogenwa eventualmente vendrían aullando gritos de guerra, con sus vestiduras ostentosas y sus armas perfeccionadas, tratando de esclavizarlos. Desde hacía muchos años que las cosas eran como Ajachay las conocía, todas las aldeas que vivían en paz con la tierra y los dioses, debían luchar constantemente para sobrevivir a aquel pueblo déspota que arrasaba con sus recursos, sus territorios y sus mujeres. Porque aquellos fieros hombres creían haber sido maldecidos por los mismos dioses de los que creían haber heredado su poder con linajes de escasas mujeres. Perpetuar su sangre se dificultaba generación tras generación. Habían elegido el camino de la violencia en vez de la lógica táctica de pactar matrimonios. Pero todo lo que aquellos hombres conseguían era a filo de lanza y puntas de flecha. Y si, hasta ahora Ahdik y sus antepasados habían evitado masacres y esclavizaciones masivas entre los Rumerautes, se esperaba mucho más de Ajachay, puesto que Ogenwa era más despiadado que otros reyes.

Esa era la razón por la que Ajachay debía nacer grande y valiente, frío y hábil para la guerra, un líder nato. Pero él había nacido pequeño entre los de su sangre y, a medida que las estaciones de cosecha habían ido sucediéndose, daba más y más indicios de que era un hombre pequeño y siempre lo sería. Dicen los antiguos que, por aquellos tiempos en que sus tierras les eran permitidas y sus vidas valían más que los territorios que pisaban, los dioses eran benévolos con aquellos que por amor los respetaban y que, si algo le había sido negado a los hombres, otra cosa le sería dada por aquellos dioses para compensar sus carencias. Probablemente estuvieran en lo cierto porque Ajachay nunca sería un Rumeraute aguerrido y enorme, pero era rápido como el viento que baila entre los juncos, sigiloso como la serpiente que acecha su presa en la oscuridad y la quietud y hábil de entendimiento como el zorro viejo.

Por eso, hacía años que había dejado de ser la esperanza de su pueblo y el guerrero que su padre necesitaba para convertirse en el espía que los alertaba en caso de peligro y que los tenía constantemente informados sobre los movimientos de los Chará-wisúes. Tarea noble, igualmente, puesto que su intervención los había salvado de la aniquilación en más de una oportunidad. No eran infrecuentes las veces en que gente de otras aldeas los visitaban para escuchar las noticias que Ajachay traía del sur y, aunque Ahdik miraba con recelo a su hijo atendiendo necesidades de otros pueblos, el joven era atento y trataba a todos por igual. El hijo del cacique Rumeraute era joven a pesar de su extensa sabiduría. Los ancianos habían insistido en que formara parte del consejo, pero Ahdik se opuso firmemente, ya que no era su línea de herencia la que debía ocupar ese lugar. Era un deshonor que su sangre se sentara a parlamentar en vez de tomar parte más activa de los hechos que involucraban la seguridad y el bienestar de su pueblo.

A pesar de su sabiduría y habilidad física, lo que más hacía brillar a Ajachay por sobre los demás era su lado humano: era un alma gentil que muchas veces obraba en pos de la justicia sobre la razón que el reconocía como válida pero no primordial. Por lo tanto, era el favorito de las matronas, que descubrían en él a alguien que, sin poder de armas ni grandeza corporal, aseguraba el futuro de sus hijos y nietos con artes más sutiles. Sus manos se ponían en acción y él no se avergonzaba cuando era necesaria su ayuda para el nacimiento de un Rumeraute, tampoco dudaba en tender una mano cuando los sanadores lo necesitaban. No era un gran cazador, pero si hábil en faenar animales de gran tamaño, imposibles de ser manipulados por las mujeres de la aldea. Los guerreros de su pueblo lo miraban por arriba del hombro, susurrando burlas por creerlo poco digno de los hombres de aquella tribu, excepto Lahnen, que más que un amigo era un hermano hasta donde llegaba su memoria. De todos modos, sus oídos se aguzaban en cosas más útiles que las burlas de los guerreros, como el vuelo repentino de una bandada de pájaros que podría significar una nueva carga de los Chará-wisúes contra sus vidas cotidianas.

Libro I - AbismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora