5. Recuerdos y préstamos

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Patroclo y Eirene siguieron practicando todo el resto del día.
Para gran asombro del muchacho y para agrado de su joven amiga, ella parecía tener un notorio don para la esgrima.
Entre estocada y estocada, Patroclo no pudo evitar comentar:
-Es increíble: Has aprendido en un día lo que muchos hombres han estado años intentando conseguir.
-Espero que eso sea algo bueno- comentó con una sonrisa Eirene.
Patroclo sonrió a su vez.
-Sí que lo es. Muchos de los soldados que van a Troya a luchar tienen mucho menor control que tú con la espada.
-Y sin embargo ellos van y yo me quedo- jadeó ella.
Bailaban rítmicamente por todo el lugar al son de sus espadas chocando, esquivando estocadas y piedras que se interponían entre ellos.
-No hay nada que se pueda hacer al respecto- observó él.
Una idea apareció en la mente de Eirene, pero prefirió guardársela para sí.
Sí que hay algo que puedo hacer, pensó con una media sonrisa.

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Una vez terminado el entrenamiento, Eirene se sentó en el suelo, con una pequeña bolsa de cuero entre sus piernas, en la parte de su vestido estirada.
Patroclo advirtió aquella bolsita, por lo que comentó:
-¿Qué tienes ahí, Eirene?
Ella dudó unos segundos antes de contestar y sacó del interior un colgante de conchas.
-Bueno... es...- miró a su amigo, dubitativa, pero decidió continuar- es un colgante que hice de hace bastantes años. De pequeña, mi madre solía llevarme al lago, y recorríamos toda la orilla buscando conchas. Antes de empezar, solíamos chincharnos sobre quién acabaría con más conchas de las dos.- sonrió melancólicamente- Siempre me dejaba ganar.
Patroclo sonrió tiernamente al imaginar a la por entonces pequeña Eirene subiéndose hasta la cintura su pequeña túnica para no mojársela y metiendo la pequeña mano en el agua en busca de conchas.
-El caso- prosiguió ella- es que uno de aquellos días, mi padre estaba batallando al sur contra los espartanos. No sabíamos si volvería. Bajamos al lago con la intención de alejarnos un poco de todo aquello, y encontramos conchas preciosas. Mi madre decidió que eso sería un precioso colgante, y juntas nos pasamos toda la tarde haciéndolo. Una vez terminado, antes de irme a la cama, mi madre me lo puso, alegando que me daría buena suerte y que el día siguiente sería genial. No sé si ella lo sabía, o era suposición, o solo lo dijo para que yo no estuviese preocupada. Pero, al día siguiente, mi padre volvió sin un rasguño.
Patroclo sonrió.
-¿Puedo verlo?
La chica asintió con una sonrisa y se lo entregó al muchacho. Este lo observó detenidamente, fijándose en cada detalle: el brillo y el color de las conchas, el perfecto agujero hecho en ellas para meter el hilo...
-Es precioso- admitió con sinceridad.
Eirene sonrió enseñando sus blancos dientes.
-Lo sé. Además, es una de mis pertenencias más preciadas. Y... y quiero que lo tengas tú.
Patroclo abrió los ojos como platos.
-¿Yo? No puedo aceptarlo, Eirene. Es tuyo. Tú misma lo has dicho. Es una de tus pertenencias más preciadas. Además, mañana me voy a Troya.
Ella asintió.
-Créeme, soy muy consciente de ello. Consideralo un préstamo. Es mi amuleto de la suerte, y con la esperanza de que también sea el tuyo te lo dejo para que te lo lleves a Troya. Así que ya sabes- añadió con una sonrisa pícara- lo quiero de vuelta sin un rasguño. Al igual que a ti.

Aristos AchaionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora