Prólogo
Había algo irresistiblemente excitante en observar a un par de hombres atléticos luchando el uno contra el otro. La crueldad y la violencia dominaban la naturaleza animal y tomaban el control, y sus cuerpos desprendían tal poder que despertaban los instintos más primitivos de cualquier mujer.Y Kwon JiYong no era una excepción; el no era inmune a tal visión, como se suponía que tenía que serlo un caballero.
JiYong no podía apartar la vista de los dos hombres que estaban peleando con tanto empeño en el prado que bajaba hasta la otra orilla del diminuto lago. Uno de ellos no tardaría en convertirse en su cuñado; el segundo era amigo del primero, un caradura cuyos encantos habían evitado que se le criticase y censurase tanto como merecía.
-Me gustaría revolcarme en la hierba como ellos -suspiró su hermana.
Dami también los estaba mirando, sentada a la sombra del viejo roble. Una brisa muy agradable se coló por entre las ramas y agitó las briznas de hierba que cubrían el impresionante prado de la mansión Kwon. La casa se elevaba plácidamente, cobijada tras la colina repleta de árboles; su fachada de piedra dorada con las ventanas del mismo color resplandecía con los rayos del sol y ofrecía serenidad a todo el que la visitaba.
JiYong volvió a centrar su atención en la lectura y lamentó tener que reñir a su hermana por algo de lo que el también era culpable.
-A las mujeres sólo se está permitido jugar cuando son pequeñas. De nada sirve desear cosas imposibles.
-¿Por qué los hombres pueden comportarse como niños toda la vida mientras que a nosotras nos hacen envejecer cuando todavía somos jóvenes?
-El mundo es de los hombres -contestó JiYong en voz baja.
Por debajo del ala del sombrero de paja, miró de reojo a los dos que seguían revolcándose en la hierba. Una orden dada a voces desde lejos los detuvo de repente y JiYong irguió la espalda. Los cuatro se volvieron al unísono en la misma dirección y el vio a su prometido acercándose a los dos jóvenes. La tensión que lo había invadido abandonó su cuerpo poco a poco, dejándolo abatido, igual que una ola después de romper en la orilla. No por primera vez, se preguntó si algún día perdería la aprensión que experimentaba siempre que presentía un desacuerdo, o si estaba tan acostumbrado a temer la ira de un hombre que jamás podría deshacerse de ese instinto.
Alto y vestido con suma elegancia, Lee Soo Hyuk, vizconde y futuro conde Kwon, atravesó el prado, consciente del poder que emanaba de él a cada paso que daba.
A JiYong, la arrogancia inherente de la aristocracia lo tranquilizaba y asustaba a partes iguales. Algunos hombres se conformaban con saber que eran importantes, otros necesitaban demostrarlo constantemente.
-¿Y qué papel se supone que tiene la mujer en el mundo? -le preguntó Dami con una expresión tan obstinada que la hizo parecer más joven de los dieciséis años que tenía. Impaciente, se apartó un rizo del mismo color que el pelo de su hermano de la mejilla-. ¿Servir a los hombres?
-Crearlos -contestó JiYong, tras devolverle el breve saludo a Soo Hyuk.
Al día siguiente iban a casarse en la capilla de la familia Lee, ante un selecto grupo de miembros de la buena sociedad. JiYong estaba impaciente por que llegara el momento por muchos motivos, aunque sin duda el más importante era que por fin se libraría de los impredecibles e injustificables ataques de ira de su padre.
Era consciente de que el marqués estaba sometido a mucha presión y que tenía derecho a inculcarle a sus hijos la importancia de cumplir con las normas sociales, pero eso no justificaba que los castigase con tanta severidad cada vez que ellos erraba en su cumplimiento.