El sendero hacia la libertad

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     En fin. Ya tenía el chile, solo necesitaba buscar de nuevo la manera de consumirlo. En el post que había leído antes, venían todas las instrucciones para las distintas maneras de utilizarlo, y de antemano tenía decidido el método del que me valdría para disfrutarlo: fumado. Sería toda una experiencia. Iba a adentrarme en nuevos sabores, olores y sensaciones, y por si fuera poco, adornaría el momento escuchando «Echoes» de Pink Floyd o «Wear your love like heaven» de Donovan. También tenía la opción de cambiar esa «o» por una «y» ¡Con lo que escucharía ambas canciones —diablos, soy un genio—! Sería algo para recordar, estaba seguro de ello.

     Indagando de nuevo por el foro leí las instrucciones de nuevo y entonces comencé con el proceso. El primer paso era tomar el chilito y quitarle las semillas. Según el post, después de este paso había que limpiarse muy bien las manos, ya que este fruto además de ser un poderoso relajante natural, cuando está fresco es uno de los picantes más potentes del mundo y si llegabas a tocarte la boca por error después de haber tenido contacto con las semillas y no haberte lavado las manos, pasarías un muy mal rato. En ese momento pensé «fuera de aquí, impulso de idiotez» pero, vamos, no era necesario hacer tonterías, entre más me apurara, más rápido tendría preparado todo para comenzar con el delicioso y humeante festín.

     El segundo paso era cortar el fruto en tiritas (no tan delgadas, ya que de por sí era pequeño —no queríamos reducirlo a algo inservible—).

     En el tercer paso podría echar a volar mi imaginación inventando un sofisticado aparato que me ayudase a llevar acabo la labor. Me encanta crear tecnología. Tenía que poner a secar las tiritas de chile al sol, pero se me había ocurrido una manera para que quedaran bien; primero, tomé un pedazo de antena de mi viejo televisor (supuse que con un tubito pequeño era suficiente), después, tomé dos vasos de plástico que me encontré por ahí tirados, y por último, hice un pequeño agujero en un extremo de cada uno de los vasos, para por ahí poder introducir el pedazo de antena y así poder colgar las tiritas en él.
     Ya estaba lista mi invención y todos los pasos concluidos, ahora solo quedaba salir al patio y dejar el invento en el exterior con las banditas colgadas en él. Pero ya era noche y el sol se había metido, así que simplemente lo dejé ahí y me fui a dormir. Supuse que para el siguiente día por la tarde, estaría listo para usarse, ya que según la información de Internet, una vez preparado, el proceso de secado es muy rápido. Esperaba que fuera cierto porque ya no podía esperar más.
     A todo esto, Clara no se había comunicado conmigo. Yo le había dejado un mensaje el día anterior, pero seguro ella estaba estudiando, leyendo algún libro o haciendo algo; algo más importarte que responderme. «Sería genial que alguien me acompañase a la aventura que estoy por emprender, pero no una persona» —pensé—.
     Mis deseos de tener un acompañante no perteneciente a la raza humana se debe a que los ejemplares de esta última solo tienen la capacidad de criticar, pero no de estudiar ni comprender lo que critican. De hecho, no creo que lo que hacen merezca llamarse crítica, sino simplemente opinión, algo así como lo que hacía doña Lola, mi vecina de al lado. Ella era una señora con el cabello chino, que se la pasaba haciendo escándalos por cualquier cosa, y por nada del mundo se quitaba su delantal de tela. Siempre se la pasaba atacando mi forma de ser, de vestir y de vivir, pero nunca pudo respaldar lo que decía con argumentos sólidos. Vamos, supongo que no soy el único que tiene la fachada de su casa pintada de color negro. Doña Lola exageraba. Mi casa se veía muy elegante; el color negro combinaba con la puerta de madera y el color blanco de los marcos de las ventanas. Pero regresando al tema, por eso no me gustan mucho las personas. Me hubiera complacido que en mi aventura me hubiese acompañado otra especie de compañero —como un perro, tal vez. Son geniales—. 

     Una vez que iba caminando por la calle vi a un tipo hípster con un perro rasurado totalmente, que tan solo conservaba una mohicana en la cabeza. El sujeto parecía de esos hípsters genéricos que dicen que todo es mainstream pero ellos son más mainstream que nada —me lo dijo su bebida sacada de la cafetería cliché del momento que tenía su nombre escrito en un costado del vaso, y sus ropas que asemejaban la vestimenta de un vagabundo pero fueron sacadas de una tienda de prestigio—, aunque para tener un perro tan genial, debía ser realmente hípster. Tal vez mis prejuicios nublaron mi visión, haciendo que me equivocase al evaluar su aspecto. Yo quisiera un perro como el suyo.

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