27 de agosto

2.5K 83 47
                                    


Querido diario:

Siento mucha vergüenza al decirlo en voz alta o en escribirlo pero desde que tengo uso de razón, salir de viaje siempre me ha provocado miedo y unos nervios que sinceramente no puedo llegar a explicar. Papá solía sentarse junto a mí en el viejo y aterciopelado sofá que teníamos en la sala de estar, y un par de segundos antes de que saliéramos de la casa para irnos toda la familia de vacaciones, él tomaba mi diminuta mano entre las suyas y con su firme voz me decía que no había razones para temer, que nada malo me sucedería porque él estaría allí para protegerme. Luego me cargaba hasta el automóvil, mientras me susurraba en el oído que lo único que debía hacer era apoyar mi cabeza en la almohada en forma de estrella, que mi madrina me había mandado de regalo, cerrar mis ojitos e imaginar que me encontraba acostada en mi cama. Pero para mí, claramente, eso era algo imposible de hacer. Recuerdo que mamá dejaba de guardar las maletas dentro del baúl para acomodarme en el lugar que está justo detrás del asiento del pasajero, pero en cuanto ella cerraba la puerta y se alejaba un poco de allí, me ubicaba de inmediato en la parte del medio, es que por ratos me gustaba observar las líneas pintabas en el centro de la ruta. Pero claro, luego de unos cuantos minutos, comenzaba a sentirme terrible, me mareaba muchísimo y la mayoría del tiempo me daban ganas de volver el estómago.

          Pero tranquilo, mi queridísimo diario, mi calvario terminó cuando por fin mis jóvenes padres, por presión de la abuela, se dignaron a llevarme al médico para que les dijera qué era lo que realmente estaba sucediendo conmigo. El señor Sargeant les dijo que esos episodios que tenían eran causador por el mismo movimiento del automóvil, y por la sensibilidad de mis oídos, así que simplemente me prescribió unos caramelos para evitar los mareos. Pero suerte, al crecer ya no fue necesario comer esas asquerosidades para poder estar bien todo el trayecto, porque ya no volví a sentirme así de mal, ahora solo me pongo un poquito nerviosa y la noche antes de viajar no puedo dormir bien.

          El viernes por la mañana, me enredé con las sabanas de tanto dar vueltas en la cama, no podía dormir de solo pensar que en unas cuantas horas estaría conduciendo hacia Villa Gregorio, el pueblecito costero al que abuelo había decidido mudarse. Él se había marchado unos días antes porque ya no soportaba estar ni un día más en su casa, decía que veía a la abuela en todas partes, además debía pagarle a las personas que estaban cuidando de su nueva propiedad. Ese mismo día que fue a despedirse de mí, le pedí que por favor esperara hasta que yo pudiera ir para ayudarlo a desempacar las cosas que tenía dentro de las cajas. Otra cosa que me tenía bastante preocupada, aunque no era algo de vida o muerte, no tenía en donde llevar mi ropa, mi maleta había sido salvajemente destruida por los demonios a los cuales mis vecinos dicen llamar sus cachorros. Adoro a los perros, lo juro por Dios, pero esas bestias inmundas se han ganado mi odio. Así que tenía que conseguir una nueva antes de irme. Dirigí la mirada hacia el reloj, no hizo falta que encendiera las luces para poder ver qué hora era, porque la luz solar inundaba sutilmente toda la habitación, las agujas marcaban las siete y veinte de la mañana. Me puse lo primero que encontré en el armario, un pantalón de jogging, una camiseta y un buzo abrigado; y así de allí sin hacer ruido. La casa estaba en un total silencio, ni una mosca parecía estar volando, así que pensé que mi familia seguía durmiendo, pero me equivoqué. Cuando caminé hacia la cocina para buscar un vaso agua para beber, me moría de sed, me encontré a mi padre allí leyendo el periódico. Le ordené que me dijera qué rayos hacia deambulando por la casa tan temprano, pero antes que él pudiera responderme, le dio un abrazo y le dije que seguro su espalda le seguía doliendo y por eso no pudo aguantar un rato más la cama.

         El día anterior, o sea el jueves al mediodía, cuando todas las personas del vecindario se encontraban descansando luego de una larga y ardua mañana de trabajo, papá nos dio a mamá y a mí el susto de nuestras vidas al sufrir -como él dice- "un pequeño accidente". Según lo que mamá pudo llegar a divisar desde la ventana de la cocina, cuando se encontraba allí sentada en un rinconcito alimentando a mi hambriento hermano, la escalera de madera en la cual papa estaba trepado mientras pintaba una de las paredes exteriores de la casa, de un momento para el otro se zafó de su apoyo y lo tiró al suelo. Se dio un golpazo bastante duro pero por suerte no fue nada grave, no se quebró ni un hueso, ni tampoco tuvo una contusión cerebral. Luego de que su médico lo revisara en la sala de urgencias, le mandó a hacerse unos cuantos estudios para cerciorar que todo estuviera bien y le recomendó que hiciera un poco de reposo para recuperase, pero conociéndolo sé que no le hará caso. Papá levantó la vista hacia mí, mientras me dedicaba una sonrisa, y con su templada y firme voz me dijo que sí le seguía doliendo un poco la espalda pero con los cuidados que le habían las mujeres de la casa, o sea mamá y yo, se sentía mejor. Luego se me quedó mirando por un momento, y luego me comentó que no era tan temprano como yo estaba pensando, que eran casi las doce del mediodía. Me quise morir en ese preciso instante, comencé a enloquecer. Al parecer, se me había olvidado cambiar las baterías de mi reloj. Él trató de tranquilizarme diciéndome que aún tenía unas cuantas horas para prepararme o lo que fuera que me estuviese preocupando. Me ofreció desayunar con él.

Para secar tus LágrimasWhere stories live. Discover now