Mark

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Mark no era normal. Nunca lo había sido y nunca lo sería.

Primero que nada era un aristócrata, lo que implicaba que no tenía que trabajar, y que tenía dinero de sobra para gastarlo a sus anchas y, claro está, también era un heredero.

Pero no alcanzaba con eso. Las parcas no se iban a conformar con darle una vida de ocio donde luego de pasar por Eton y por la Universidad pudiera dedicarse a la nada.

Además de ser aristócrata era un semidiós. Como toda su familia.

Los Kingstone eran a ojos del mundo una familia acaudalada y de buen nombre. No había escándalos que pudieras encontrar sobre ellos.

Pero, una vez que entrabas en la familia, te dabas cuenta de que había algo anormal en ella. Cada hombre o mujer que se casaba con un Kingstone, por arreglo probablemente, descubría pronto que un dios o una diosa podía hacerse pasar por su marido o por su esposa si era lo suficientemente guapa o guapo para ello, o en el caso de la esposa podría hacerse pasar por ella y a los nueve meses llegar un bebé.

Y de alguna forma se las arreglaban para que nadie lo notara.

Todos los criados habían nacido, crecido y aceptado esa realidad como parte de sus vidas y como objeto de máximo secreto.

De forma que Mark a la edad de veinticinco años se había hartado.

No necesitaba ser increíblemente fuerte, ni tampoco tener un mágico y perfecto dominio sobre la realidad, y tampoco necesitaba ser tan... Olvídenlo sí que necesitaba ser tan atractivo e inteligente.

Todos en la familia eran o legados de un dios o hijos de uno, Mark por ejemplo era hijo de la diosa Peito, parecía irreal, ya debía ser raro que un dios mostrará interés por un mortal de una familia al azar, pero que el panteón griego al completo persiguiera, románticamente hablando si puede usarse esta palabra, a su familia era algo que siempre le había llamado la atención.

Su familia por alguna extraña y por lo visto inadivinable razón atraía a los dioses como abejas a la miel.

Por lo general con la chicas tenían la descencia de esperar a que la chica estuviera casada, pero a veces eran demasiado bonitas y había que casarlas demásiado jóvenes.

Parecía que bastaba con ser un Kingstone para llamar la atención divina. Fuero o no una adquisición conyugal el apellido Kingstone debía figurar en la lista de más deseados por los olímpicos.

Durante su infancia Mark había amado ser un semidiós. Sus rasgos impecables, la inteligencia aguda también venía en el paquete, pronto había descubierto que ser un semidiós ayudaba también a bajar a las cocinas y conseguir galletitas recién horneadas de una forma increíblemente fácil, todo lo que hacía era imaginar que Gladys, la cocinera, aceptaría de buena gana darle las galletitas antes de cenar y la mujer lo hacía, era una pena no haberlo descubierto con unos cuántos años de antelación pero aún así amaba esa habilidad para hacer que mágicamente la gente estuviera convencida de que era su deber hacer lo que curiosamente iba a pedir hacer.

Pero, conforme iba creciendo, más concretamente cuando empezó a ir a Eton, ser un semidiós con poderes mágicos como solía decirles dejó de ser tan agradable.

De repente tenía más fuerza de la que recordaba y rompía cosas todo el tiempo, de repente veía el verdadero rostro de quienes ante el se presentaban, la fachada de ser humano caía ante sus ojos. Su piel se desteñía lentamente y luego variaban el color de los ojos y finalmente empezaban cambiar el cabello y los dientes. Algunas veces eran monstruos peludos otras eran escamosos, otras eran ambos y el resto de las veces prefería no pensar qué era lo que cubría el exterior de esos seres.

Los Ojos Que Vieron A Los DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora