Mark

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– Helado de limón, helado de limón, oh delicioso helado de limón, helado de limón... – Mark no se cansaba del helado de limón, podía enfermarse comiéndolo, a las dos horas estaba haciéndolo de vuelta. Simplemente no.

Había arrasado con tres kilos de helado, luego había ido al cuarto vacío tras la cocina, que al parecer estaba descongelándose, por lo que fue a buscar a su abuela que era hija de Kione, la diosa de la nieve, para que lo re-congelara.

Enid Kingstone, su abuela, era una mujer bajita y regordeta, tenía las mejillas siempre rojas y muchas arrugas, los ojos azules más cálidos en los que uno pudiera verse reflejado, una sonrisa que guardaba orgullosamente todos sus dientes, el cabello blanco como una nevada y las manos frías.

Ella entró en la habitación negando con la cabeza, se paró sobre un charco de agua que se congeló casi al instante y empezó.

– Diosa, divina entre las deidades, diosa a la que llamo madre, concédeme este favor, pido permiso para usar tu don, déjame hacer brotar la nieve, el hielo y la escarcha hasta inundar esta habitación. – a Mark, la voz de su abuela siempre le había dado una sensación cálida en el estómago, excepto cuando estaba a punto de usar su magia, cuando hacía eso la temperatura se iba de sus palabra, y parecía que hablaba una mujer joven en lugar de una abuela.

La abuela bajó los brazos y comenzó a subirlos muy lento, a cada centímetro que subían, subían el hielo y la escarcha, un viento fuertísimo salía de su persona, y Mark podía ver la euforia bailando en sus ojos, lo viva que se sentía en su elemento.

A pesar de que esto siempre la dejaba cansada, Mark siempre le pedía que re-congelara la habitación, porque mientras lo hacía, ella se sentía viva y poderosa de nuevo y a Mark le gustaba que pareciera tan feliz, en todo el mundo no había una persona a la que quisiera tanto como a su abuela, y verla así aunque fuera por dos minutos valía la pena el frío.

Finalizada la tarea de su abuela, ella salió de la habitación de su brazo y mientras iba a encaminarse al salón de costura y el a su cama a enterrarse entre pieles y mantas para recuperar el calor ella le resaltó.

– Tenés el saco lleno de escarcha, mi vida. – Mark miró hacia abajo y vio el saco antes de entrar a esa habitación había sido negro. La abuela se estiró un poco antes de decir. – ¡Ay, qué vieja estoy! Ya no puedo hacer estas cosas como antes, dioses míos ¡Mi espalda! – ella se quejó y Mark rió, ella siempre se quejaba de su espalda cuando quería que alguien hablara de algo para distraerla.

– Tonterías, querida abuela, estás tan joven como siempre. – Mark negó divertido, ante la sonrisa crepitante de su abuela.

– Niño mío, no me mientas que sabes que estoy vieja. – ella le tiró de la oreja juguetonamente y Mark se sintió niño de nuevo. ¿Había una sensación más dulce que esa?

– Vieja no, tenés unos cuántos años, pero no por eso sos vieja. Solo más sabia. – bueno, tal vez sí era vieja, pero no importaba, la abuela siempre sería joven en el corazón y además sí era muy sabia.

– Ay pequeño adulador, calla que vas a sonrojar a una vieja. – Mark abrazó a su abuela y respiró su perfume reconfortante, olía a nieve y a lilas. – Qué grande estás, parece como si ayer fueras así chiquitito. Eras una bolita de carne chiquitita que me agarraba los dedos y después eras pequeñajo travieso que vaciaba las cocinas. Pensar que mi chiquito creció tanto. – cuando la abuela tenía esos monólogos en los que recordaba los viejos buenos tiempos en los que el era un recién nacido o un niñito que se le pegaba a las faldas a Mark le agarraba mucha nostalgia, también él extrañaba ser un niño. La vida era más fácil y más dulce.

Los Ojos Que Vieron A Los DiosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora