Capítulo 2: Sinfonía mortal

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La luna llena iluminaba el bosque, con todo su fulgor.

O mejor dicho, iluminaba cuanto podía. El espeso manto de árboles cubría el terreno en casi su totalidad. Las hojas cuanto apenas dejaban pequeños entresijos entre ellas por los que algún rayo de luna se colaba, creando pequeños claros por aquí, y alumbrando zonas más grandes por allí. En cualquier caso, en el bosque, al contrario que en el resto del reino, la oscuridad era dueña y señora.

Los robles, sauces y demás flora de lo más variopinta se alzaba con majestuosidad, vigilando en silencio el lugar. Aquel bosque era muy especial, casi sagrado: las leyendas contaban que las diosas plantaron todo tipo de árboles y flores en aquel terreno como regalo para los humanos. El resultado con el paso de los siglos fue la gigantesca mancha de vegetación que se extendía a sus anchas en mitad del reino de Eris.

Y por las noches, cuando el silencio era total, los árboles se erigían como guardianes, acechando a cualquier presa incauta que rondase por allí. Extendían sus hojas al viento, impidiendo que la luna guiase con su luz a los viajeros, y cuando el viento aullaba, y se deslizaba entre las ramas, creaban siniestras y tétricas melodías capaces de aterrar hasta al más valiente caballero.

En la penumbra de la noche, aquel bosque se convertía en un terrible laberinto de ramas y hojarrasca.

Mas los muchos árboles que custodiaban el lugar, tenían buena ayuda: cuervos. Centenares de cuervos volaban, controlando que nadie que no debía penetrase aquel lugar tan respetado por las gentes de Eris. Volaban amparándose en las sombras de las copas de los árboles, sigilosos, veloces, precioso y precavidos. Jamás tomaban riesgos innecesarios. Parecían soldados adiestrados para cumplir su misión.

Ignorante de todo aquello, el viajero se dejó caer sobre una gran roca, cubierta de musgo, todavía húmeda por las últimas lluvias. Tiró casi con desprecio su bolsa, maltrecha y sucia, remendada quién sabe cuántas veces. Parecía más un estropajo de cocina que una bolsa. Se quitó la capucha y se rascó su melena rubia, grasienta y mal cuidada. Tras unos instantes pensativo, recogió con mimo su bolsa y sacó lo que había en ella.

Con una sonrisa torcida, contempló la tiara de plata y esmeraldas. La había robado aquella misma mañana a una ingenua damisela del sur de la capital. Qué necia. La muy cretina de verdad había creído que él era un noble de la frontera de Nívea. Desde luego, mucha alcurnia y poca cultura: todo el mundo sabía que no hay nobles en esa zona. Prefieren mantenerse alejados de esos páramos yermos y terribles. Y él no era más que un estafador. Su vida era la mentira, la estafa, engañar, robar. A eso se dedicaba, y en todo Eris no había nadie mejor que él. Se rascó la barba de apenas cuatro días con uno de los extremos de la tiara, y volvió a guardarla. Debía reanudar el camino.

Entonces oyó un graznido. Sobresaltado, miró a su alrededor, buscando la fuente del sonido, hasta ver a un cuervo posado en una rama cercana, observándole fija y atentamente. El bandido suspiró, e hizo exagerados aspavientos con los brazos, tratando de hacer huir al cuervo, gritándole improperios varios dirigidos a su madre y sus muertos. El cuervo, tozudo, graznó de nuevo, negándose a marchar. El hombre, molesto, cogió una piedra y se la lanzó, con saña y rabia.

El ave esquivó hábilmente la piedra, extendió las alas y graznó de nuevo, con más fuerza. El ladrón, molesto, chasqueó la lengua y decidió que sería mejor ignorar al animalejo, emprendiendo de nuevo su camino. Pero el cuervo se negaba a abandonar al malhechor, saltando de rama en rama, graznando sin parar, tratando de llamar la atención del hombre.

Las hojas y las ramas crujían con estrépito bajo las fuertes pisadas del estafador, harto del incesante y cansino canto del cuervo. Era lo único que perturbaba la paz del bosque, y empezaba a molestar demasiado al caminante, quien se mordía la lengua para contener su impulso asesino. Se estaba mordiendo tan fuerte que hasta sentía un ligero reguero de sangre fluir por su boca. Él era hombre de poca paciencia.

AGOBAR: A Girl Of Blood And Ravens (#Wattys2016)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora