Lluvia de castigo(Parte 5)

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La lluvia no cedía. Más al contrario, parecía que cada día llovía con más fuerza que el anterior. Los huesos se iban amontonando a los lados de las calles, sin que el tiempo diese abasto para su retirada. Algunos grupos de voluntarios —los «limpiamuertes», se les dio en llamar— intentaban facilitar la labor del ejército acumulando las osamentas en determinados puntos, como impíos altares levantados en honor a algún dios del averno. El trauma se extendía como una fiebre, imposible de parar. Estábamos perdiendo lentamente la cabeza, los referentes, los nervios... sometidos a esta incertidumbre sobrenatural de visos apocalípticos. El colapso, buscado o no por quien estuviese detrás de todo esto, se veía venir. Para colmo, estaban diciendo que los últimos huesos recogidos y estudiados databan de hace unos dos mil años. Y muchos presentaban huellas de violencia, signos de tortura... esos detalles morbosos vomitaban las pantallas, como si no tuviésemos suficiente mierda encima con todo lo que nos caía sobre las cabezas.

—¿Lo ves? —dijo Esther, con sus ojeras cada vez más oscuras, profundas—. Dios nos castiga con los restos de nuestros crímenes, para que no olvidemos tanto mal causado... ¿Te das cuenta, Juan?, ¿de todos los millones de inocentes muertos por nuestra propia mano, por nuestra locura?

La escuchaba, una vez más su beatífica perorata, a la que se agarraba su mente como si allí fuera a encontrar la salvación; y escuchaba el golpear de los huesos en la calle, ahora constante, sobre los coches, los tejados, sobre cada objeto a la intemperie, como mazas orgánicas de lo que una vez fueron personas... Deseé estar muerto, como ellos. Lo confieso.

—Esther... eso no puede ser —dije, realmente cansado—. Aunque nos arroje a todas las víctimas inocentes de la historia encima, simplemente, no puede ser...

—Tal vez, no sean sólo los asesinados de forma premeditada y violenta, sino todas las personas que han muerto en el mundo desde que el hombre existe. Tal vez esté vaciando los cementerios, las fosas comunes, sacando fuera todo lo que está bajo tierra... mostrando lo que somos en realidad una vez despojados del regalo de la vida, sin parar hasta que nosotros cambiemos. Hasta que creamos en Él.

—Ni siquiera así, Esther... ¿cuántos miles de millones han muerto desde el origen? Yo no lo sé pero, sean los que sean, es imposible que sean tantos como para cubrir no sólo las ciudades del mundo, sino la inmensidad de la Tierra, como parece estar ocurriendo.

Dio unos pasos por el salón, nerviosa, como buscando los asideros para que su teoría no se hundiese por completo, junto a ella.

—A lo mejor los está multiplicando, como los panes y los peces, con tal de que comprendamos, al fin...

Guardé silencio, agotado de pensar en vano. Me pulsaban las sienes. Notaba cómo el estrés recorría también mi cuerpo. La sensación de impotencia, de no poder hacer nada significativo por cambiar nuestra suerte era total. ¿Qué pueden hacer dos personas para detener el Apocalipsis?

Esther miraba a través de los cristales, llorosa.

—Puede que nos esté castigando a ti y a mí, por no haber tenido un hijo. Creced y multiplicaos... —dijo, casi para sí misma.

El reproche, siempre ahí clavado, como un oxidado cuchillo ritual de los Incas.

—No me vengas otra vez con eso, Esther —rogué, hastiado—. Pensar que lo que sucede en el planeta depende de lo que tú y yo hagamos... es de un egocentrismo solipsista extremo...

Ella callaba.

—¿Te imaginas lo que hubiese sido tener un hijo? —proseguí—. ¿Te gustaría que nuestro hijo estuviese por aquí ahora, siendo víctima junto a nosotros de esta locura? A veces pienso que, no trayéndole a este mundo de mierda, lo he querido y respetado mucho más que tú.

Esther se giró hacia mí, con ojos sorprendidos, furibundos...

—¿Qué coño estás diciendo? —explotó—. ¿Cómo me puedes decir eso? Yo le hubiese dado una vida llena de afecto, digna de ser vivida... Y si esto es el final, al menos hubiese tenido la ocasión de estar vivo, de poder respirar y conocer qué significa esta experiencia. Ahora, ahora ya... —se le crisparon los labios— nunca podré... ver su cara...

Se acercó a mí, con lágrimas resbalando por sus mejillas.

—Eres un cobarde... ¡Un egoísta de mierda!

Y en lugar de golpearme a mí, dio un manotazo al plato de cristal sobre la mesa, que voló hasta hacerse añicos contra el suelo, justo antes de salir corriendo hacia nuestro cuarto. Escuché el portazo al final del pasillo, a galaxias de distancia.

Vaya asco...

Me levanté al rato con pesadumbre, a por la escoba y el recogedor para barrer los pedazos de cristal por todo el salón. Lamenté todas y cada una de mis palabras, la forma de expresarlas. Lamenté mi estúpida soberbia, mi falta de sensibilidad hacia su estado emocional. Lamenté estar junto a ella, no haberla dejado libre, que encontrase a cualquier otro que le transmitiese la felicidad que yo jamás sería capaz de brindarle. Mientras arrastraba con la escoba los brillantes fragmentos hacia el recogedor, sentí unas inmensas ganas de llorar, como ya ni recordaba. Ella tenía razón. Soy un cobarde, por no querer un hijo y cuidarlo junto a ella, por no alejarme, por no atreverme a vivir sin verla cada día. Y soy un egoísta de mierda, porque he unido su destino al mío.

Porque es la única persona en el mundo a la que he amado con toda mi alma.

Creditos a:https://creepypastas.com  

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