Prólogo

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Esto pudo haber ocurrido en cualquier noche y en cualquier día. La realidad es que no importa la exactitud de las horas que habían transcurrido desde entonces ni el lugar donde sucedieron los hechos; lo único que debemos saber es que Lizbeth Knightley se encontraba en estado crítico, lejos de casa y con su cuerpo enteramente al desnudo mientras se retorcía en cama ajena, totalmente fuera de sí. A penas le alcanzaba la razón para preguntarse qué le estaba sucediendo, por qué sentía tan sofocante calor y tremenda excitación al menor roce de lo que fuera con su enardecida piel desnuda <<Dios mío! Qué clase de demonio me atormenta!>>; exclamaba internamente, pues sufría mientras luchaba por resistirse a los deseos más bajos y perversos que podían cruzarle por la mente a ella, que era solamente un inocente señorita de veintidós años, virgen, hija de un Lord, obediente y privilegiada con belleza e inteligencia, prestigio que jamás pidió y serenidad en decisiones vitales. La mujer casi perfecta, si no fuera por sus desvíos de necedad que muy seguidamente sufría; era humilde a pesar de su posición social, caritativa y de noble corazón, pero testaruda y caprichosa, de carácter fuerte y sarcástica con regularidad; con eso nunca iba a retener a ningún hombre, según las críticas de su madrastra y sus pesimistas hermanas mayores. Le importaba poco o nada, era firme en sus convicciones y fiel a su perspectiva de la vida.

Pero no podía resistirse esta vez, peleaba con todo su furor contra el hechizo que le había desatado uno de sus demonios internos al que nunca antes había enfrentado; deseaba algo que ni siquiera se atrevía a llamarlo por su nombre, anhelaba ser complacida hasta la más frágil de sus ardientes pasiones. Y en medio de su trance, sin poder percibirlo con claridad, sintió que poco a poco el fuego que ardía desde lo profundo de su ser iba siendo controlado al rose de sus frías manos, frías encomparación al calor que ella sentía, paseándose en el borde de su definida silueta que aún se retorcía en la cama a la que fue llevada en algún momento de su existencia. Luego, la ferviente humedad de unos labios, se aproximaron a su sedienta boca de seda y Lizbeth bebió de ellos como si se tratara de un acto entre la vida y la muerte; y se aferró al ser divino que había venido a su rescate, que le estaba salvando de su tormento, incluso llevándola hasta los cielos mientras se alimentaba de las estrellas derritiéndose en su insaciable boca. Sucumbió ante una virilidad desconocida.

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Adicto al amor | Michael JacksonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora