Los ojos que estaban detrás...

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ABEL



Nunca había pensado que la vida diera tantos giros inesperados. Quizá el destino les había querido unir, pasear a esas horas por los pasillos del centro comercial. O simplemente fue casualidad.

No podía creerse que, después de escribir tanto cuando ya no queda nada, volvieran a encontrarse al pasar los años, acordándose más de ella, y que se dieran una sonrisa como si entre ellos nunca hubiera ocurrido nada.

Pero se permitió preguntarse si acaso ya no guardaría nada de él.

Hacía una semana que había sucedido aquello, aquel encontronazo en el supermercado, con el sonidito de las ruedas del carrito de metal arrastrándose por todo el frío suelo. Abel había decidido que no podía vivir otra semana abasteciéndose de puro café amargo. Necesitaba comida, necesitaba proteínas que no fueran la espesura de un negro café, como el de sus ojos. Así que, sacando un poco del dinero de uno de los sobres de la mesilla de noche, asimiló el hecho de qué se sentiría el volver a comer una paella. A mamá siempre le quedaban geniales, se dijo.

Una vez desnudo frente al espejo, mirando sus costados y la forma de su cuerpo -que iba perdiendo musculatura y definición por culpa de alimentarse solo a puro café de máquina-, se metió a la ducha, cerrando la mampara tras él, volviendo a dejar que el agua cayera sobre su piel.

Una semana. Una semana entera sin salir de casa. Una semana entera sin saber lo que era que el sol volviera a abrir tus ojos y calentara tu piel, aunque habían pronosticado un fin de semana bastante frío, nublado y, en parte, lluvioso. Y aunque esta vez su pesadilla hubiera ganado la batalla, no tenía porqué ganar la guerra. Por eso, sabiendo que se acercaba el evento de Verónica, supo que si empezaba a convertirse en otra sombra que deambulaba entre los oscuros rincones de su casa, acabaría por no aparecer por la fiesta o estar tan cambiado y ojeroso que se preocuparían demasiado por él.

Frotó toda su piel, a ratos con desgana, a ratos con frenesí, y luego dejó que el agua iluminara de nuevo su piel, su tez, y pareciera volver aquel chico que un día hace tres años logró ser y del que hoy ya no quedaba apenas nada: solo los miedos que, de pequeño, se había olvidado debajo de la cama. Luego de secarse con la toalla de color verde, que lo esperaba fuera, y atársela a la cintura, se afeitó, se cepilló los dientes y se peinó -dejando el pelo al natural con una simple pasada de peine- tras pensar en qué comprar, notando el sabor aún del café y de restos de lechuga mustia que quedaba al fondo de la nevera en la boca.

No pensó en nada, sólo paseó desnudo por la casa buscando algo de ropa limpia, pero desafortunadamente la mayoría de su ropa interior estaba en la lavadora, esperando a que el detergente llegara. Un par de calcetines al fondo del cajón le recordaron a papá, con quién tuvo una discusión hacía poco, y decidió que, si todo volvía a empezar, al llegar de las compras le llamaría y le pediría perdón.

Después de su lograda puesta en escena, comprendió que no estaba lo suficiente recuperado como para sacar el coche del parking del edificio y que mejor iría andando hasta el supermercado.

Una vez allí, con algo de dinero en la cartera -lo suficiente para un par de chorradas y lo esencial-, cogió un carrito y se paseó por los pasillos del centro comercial. Frutas, verduras, legumbres... Un paquete de leche entera, un par de zumos, queso para untar, una tarrina de helado de chocolate y vainilla, y de pronto un topetazo. 

Miró al frente, con los ojos cansados entre las diferencias de precios de la cerveza, y descubrió los iris pardos de Celia. Se quedó mirándola como un bobo creyendo que podría ser una aparición.

No debe volverDonde viven las historias. Descúbrelo ahora