IV. Fiesta en las mazmorras

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Marquelia, Reino Capital, 1405

8 °C

El Sr. V despertó en un lugar oscuro, atado de manos como muchos otros en la misma celda, sujetado a un fierro clavado y enroscado en la pared de piedra porosa, entre las agonías de la gente. Miró su cuerpo y pies, aún traía el elegante saco de color azul marino que se puso el día anterior y los pantalones de seda negra, a excepción de su sombrero oscuro. Sentía el sudor recorrer todo su cuerpo, se encontraba hediondo y manchado de sangre, no suya, de alguien más. Examinó el lugar detenidamente, estaba tan oscuro que apenas podía detectar los barrotes de su celda, y la tenue luz de las antorchas de pared no le ayudaba. Olor a podredumbre salía de cualquier rincón adonde volteara, el lugar encerraba aquel hedor fétido unido a la humedad y charcos recientes de sangre.

¿Por qué el cuerpo le dolía? Hiperventiló sin control hasta marearse, tenía la garganta seca y no se sentía muy bien. Cerró los ojos, bajó la cabeza y se convenció de que debía calmarse. Ya lo recordaba todo. Se embarcó al mar en busca de cualquier situación que culminara en su muerte y descubrió Crespia. Pero de eso ya hacía varios meses. Había sobrevivido como cazarrecompensas en Aranda hasta ahora. Incitó a la gente a levantarse en armas no hace mucho y lograron derrocar al Rey de ese reino, él mismo lo decapitó. Y hubo una guerra de repente después de eso... No imaginó que el monarca de los cinco reinos fuera tan confrontacional, les deshizo el golpe de Estado en una noche y no le importó si asesinaba a inocentes. Fue noqueado poco después por uno de los salvajes de Dracul.

Alzó la mirada al cabo de un rato; buscó entre las cabezas de la gente esperando encontrar prisioneros de su mismo reino. —¿Está Sir Trumman ahí? —susurró—. ¿Alguien de Aranda? —repitió exigiendo discreción a su voz, sacudiendo la soga que lo mantenía preso. Llamó la atención de su compañía en aquel calabozo.

—Es usted el único nuevo aquí, sir —intervino, sonriente, un hombre entrado en años que estaba sentado en una piedra húmeda, usando únicamente ropa interior (sucia) que apenas le cubría los testículos. Tenía la boca entierrada y las pupilas semi transparentes. Costaba imaginar que alguna vez fue una persona sana, fuerte y feliz. El viejo era, poco más o menos, un saco de huesos debilitados que en cualquier momento se desbarataría.

—Nos hizo olvidar de dónde venimos... —dijo otro que también estaba atado, con golpes en su cuerpo y ropa ligera. Tenía las córneas comprimidas.

El Sr. V los miró seriamente.

—¿Quién? ¿En dónde estamos? —cuestionó—. Yo no debería estar aquí —se dijo muy confundido.

El anciano se levantó de su sitio y caminó hacia otra parte con una sonrisa enfermiza, parecía perdido.

—Nadie debería estar aquí —lo convenció el hombre atado a su lado—. Todos quienes ves aquí son hombres de buena fe —señaló con la mirada al anciano—. Ese viejo... se llama Aspen, es doctor. O al menos lo era.

—¿Qué hace aquí?

—Hace poco que dejó de llorar, gritar... de maldecirlo, ¡y gracias a los Dioses dejó de orinarse encima! —enunció—. Lo único que hace es tirarse al suelo, aplaudir, y reír —prosiguió mientras lo veía hacer todo aquello—. Sólo espera su turno de ser torturado por él, ya han pasado varios años.

—Dijiste 'maldecirlo'. ¿Maldecir a quién? —V enarcó una ceja sin dejar de verlo.

—A él... —tragó saliva—. Lo envió la oscuridad, el Hijo del Mal que se hace llamar el Emperador de Crespia.

—¡No me diga! ¿Son las mazmorras del Castillo Gris? ¿Esto es Marquelia? —quiso saber el hombre de saco azul. Y su contrario afirmó con la cabeza, y sonrió cínicamente para mostrar aquella dentadura contaminada.

Señor Nocturno Debe MorirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora