IX. La Madre

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Pirenchi, Reino al Norte de Crespia, 1405

7° C

A pocas horas para la salida del Sol, dos coyotes observaban de lejos, ocultos desde la espesura montañosa. Las murallas de Pirenchi, custodiadas por guerreros y la estatua enorme de un murciélago que representaba al Todopoderoso Camazotz. A ambos lados del arco de entrada, se levantaba el emblema del norte: la rosa de alabastro que quebrará cualquier espada.

Amaru, quien era el coyote gris y el más chico de tamaño, junto con Sanah, la coyote marrón; escuchaban desde su lugar el ajetreo que se armaba en el reino del norte.

Había mucho movimiento. El fuego iluminaba aún el reino.

Debido a que los habitantes de los cinco reinos ubicaban perfectamente a sus coyotes, sólo se mostraban ante ellos en su forma humana.

Amaru y Sanah eran nativos de Pirenchi, hacía ya más de treinta años que habían nacido en aquel reino, pero nadie los recordaba ahora, los padres de cada uno ya habían fallecido. Ya no reconocían a sus antiguos amigos o parientes, todos tuvieron descendientes, envejecieron y murieron, pero ellos tenían la misma apariencia adolescente.

Ahora eran simples visitantes de fuera y eso les provocaba nostalgia, pero ninguno se quejaba, aceptaban su destino, nacieron para ser reclamados como hijos del Dios Coyote, a quien debían su apariencia y su manera de ser.

Caminaron, uno al lado del otro, lentamente hacia el lado más alejado del portón principal, recorrieron la muralla de piedra y la saltaron con la ligereza de sus patas.

Una vez dentro, y mimetizados a humanos, estiraron sus extremidades unos segundos para acostumbrarse a esa forma. Miraron a lo lejos la estatua del murciélago y le hicieron una reverencia. Los Dioses permitidos eran más pocos a comparación de los que comenzaba a adorar la gente.

Mientras paseaban por la plaza, y, sintiéndose un poco incómodos, trataron de comunicarse con la mirada. Su plan ahí era no separarse por ningún motivo. A pesar de no estar acostumbrados a la compañía, era necesario mantenerse juntos puesto que la carga de poder también era pesada en ese reino.

Las antorchas y las farolas, que aportaban luz a casi todo rincón, no eran suficientes para combatir el frío de la madrugada.

Qué poco había pasado desde el festival de la Floración, ¿cómo se sentiría el hombre al que le arrebataron a su madre enferma aquél día, únicamente porque al soberano le pareció 'adecuada'? ¿Cómo le afectaría ahora saber que el monarca la mató al siguiente día?

Luego del rumor que hubieran esparcido los sirvientes del amo Dracul, de que había rescatado a una niña humana en el sur, y que la mantenía a su lado sin hacerle ningún daño, se habían calmado las cosas en el Castillo Gris. Como nunca había sucedido desde que el monarca empezó a 'cazar' mujeres anualmente, daba a pensar que esa niña había sido dada como sacrificio al amo para así salvar a las futuras mujeres presas de él. ¿Quién había sido el Dios tan generoso como para entregarle el regalo de cabellera rosa al amo?

Amaru y Sanah miraron que, por aquí y por allá, corrían crespianos, acarreando agua, madera y armas, que iban de casa en casa cargando sacos de dudoso contenido, y que no se detenían ante nada. Escucharon el repiqueteo del martillo contra el metal, Pirenchi estaba fabricando armas. Cierto era que la gente estaba siendo discreta, pero ante la observación de un coyote, todo era obvio.

Frente a ellos se les paró una niña pequeña, deteniendo abruptamente a Amaru, quien, para no empujarla, se inclinó demasiado y casi cae sobre ella. La niña tenía una robusta y verdosa flor en las manos, se la quiso entregar a Amaru.

Señor Nocturno Debe MorirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora