I: Libertad

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El tiempo allí parecia detenerse, solo para que todo su ser sufriera la soledad de aquellas cuatro paredes que lo mantenían en las sombras, cubriéndolo en un silencio abrumador y en ocasiones exasperante. Tal vez era de día o tal vez ya la noche acobijaba la ciudad, no podría saberlo con claridad debido a la ausencia de ventanas hacia el exterior, pero podía imaginarlo cada que el guardia de seguridad lanzaba la bandeja con comida cada cierto tiempo.

Luego de unos meses allí y con tanto tiempo "libre", había dedicado a entrenar su cuerpo y colmar de odio su ser, al punto de ser de los hombres más respetados, no sólo dentro de la prisión Steel, si no también en los más bajos callejones y barrios de la ciudad, donde el sólo pensar en el sujeto y la tétrica cicatriz que atravesaba su ojo izquierdo desde la frente hasta la mejilla, podía hacer temblar a casi cualquiera que escuchara su nombrar.

Cada cierto tiempo desviaba la mirada de la pared que tenía enfrente, tal vez para no aburrirse o hartarse, pero era inevitable no conocer, luego de tanto tiempo, casi con exactitud la variedad de grietas y tonalidades de las paredes que lo hacían prisionero.

La enorme puerta de herreria negra y único acceso a los 2 metros cuadrados de los que disponía, había permanecido cerrada desde que fue aprendido y sentenciado a permanecer en confinamiento solitario. Día con día podía notar como el óxido atacaba la puerta, tornándola rojiza lentamente en los bordes. Hasta que un día sin pensarlo o sin siquiera desearlo, la puerta se abrió de par en par; del otro lado lo miraba aquel mismo guardia que se encargó de custodiarlo hasta su celda hacía unos meses atrás cuando llegó a la prisión.

—Ian Brooks. Eres libre de irte, han pagado tu fianza —Dijo el guardia con neutralidad.

—¿Qué?. Estupideces, no conozco a nadie con los recursos para sacarme de esta pocilga —Escupió arrugando la frente.

—Al parecer, ahora lo haces.

El hombre de color, de unos cuarenta años de edad, se apartó de la puerta y luego de unos segundos, Ian salió de la celda no muy confiado de lo que estaba ocurriendo. Era ilógico creer que no estaba por demás feliz de por fin estar libre, pero le inquietaba la idea de por qué alguien se molestaría en pagar una fuerte suma de dinero solo para poner a un peligro potencial de nuevo en circulación por la ciudad.

Luego de deshacerse del horrible e incómodo uniforme naranja de la prisión y haber obtenido de vuelta las pocas pertenencias que habia entregado al ingresar; abandonó las instalaciones, encontrándose fuera de estas, a un helicóptero negro que comenzaba a girar sus hélices lentamente, levantando una fina capa de polvo del suelo que se alejaba velozmente del vehículo. Un hombre, vistiendo solamente un traje ajustado negro y unos lentes de sol, se acercó hasta Ian y le indicó con un movimiento de su mano que abordara el vehículo. Con la duda saltándole por la mente, decidió obedecer al hombre de apariencia seria, después de todo, la curiosidad de conocer a la persona que lo había liberado estaba latente en su cabeza.

Luego de abordar, seguido por el primer hombre de lentes de sol, la aeronave se levantó del suelo y comenzó a alejarse de la pequeña isla donde se encontraba la prisión de máxima seguridad "Steel".

Una vez dentro de la cabina, un hombre que parecía llegar a los cincuenta años sin ningún problema, de apariencia elegante y con demasiados recursos económicos reflejados en su porte y variedad de relucientes prendas como un reloj dorado, gruesos anillos y unos gemelos en los puños de su saco azul marino, le esperaba sentado cómodamemte con una de sus piernas cruzada sobre la otra.

—Bienvenido señor Brooks.

—¿Quién es usted? —Cuestionó sin titubear; sabía que hombres como el que tenía en frente adoraban causar respeto con su sola presencia y el dinero en sus cuenta bancarias.

El hombre de apariencia imponente, se sonrió ligeramente antes de responder la repentina pregunta —Mi nombre es Tobard Ross, fui yo quien hizo posible tu liberación.

—Seamos claros. Sé cómo funciona esto, usted no me liberó, el aire que estoy respirando no es libertad. Usted me compró —Aseveró Ian apretando sus dientes, dejando claro su frustración.

—Vealo como guste, le hice un favor al sacarlo de ese nido de perdición aunque lo niegue...

—Y ahora espera uno de vuelta, ¿No es así?

—Ya nos estamos entendiendo señor Brooks —Ladeó una sonrisa entremostrando los dientes; y a pesar de aquel gesto, a Ian no le inspiraba mayor confianza los intereses que pudiera tener aquel hombre con él.

—Entonces... ¿Qué es lo que quiere que haga exactamente?

—Traerás a mi hijo.

🌟

Los días transcurrían, y aquel modesto pueblo costero parecía que jamás iba a lograr aburrirle. Desde que se había dedicado a vagar lejos de su ciudad y lejos de casa, no había encontrado un lugar tan más lleno de paz y armonía, un lugar que no le recordaba los atroces acontecimientos que lo habían atormentado en constantes y vívidas pesadillas por las noches.

Cómo todos los días, Max caminaba por las tranquilas calles de Villabonita. No había nada alrededor que interfiriera su vista hacia el cálido sol sobre su cabeza; los edificios eran pequeños y en conjunto, hacían honor al nombre del pueblo, lleno de colores en las casas y amplias sonrisas en los habitantes.

El relajante silencio se vio opacado cuando una serie de patrullas y camiones de bomberos pasaron junto a él a toda velocidad, en dirección al muelle y con las sirenas sonando, alarmando a más de uno a su paso. Una extraña sensación lo invadió, luego de tanto y viviendo allí, no había tenido necesidad de utilizar sus poderes, pero aquello parecía salir de la rutina de un asalto a mano armada, como los que escuchaba rara vez por aquellos lares.

Lo que había puesto en alerta roja al pueblo, fue el hecho de que uno de los barcos petroleros que utilizaban el muelle de Villabonita, había explotado, ofreciendo, no muy lejos del mar, un panorama devastador de una enorme bestia metálica prendida en llamas y con una densa columna de humo extendiéndose en el cielo. Los gritos de auxilio de los tripulantes recorrían los quinientos metros de aguas hasta llegar al pueblo.

Para cuando Starlight apareció en la escena, presenció como algunos miembros de la tripulación saltaban hacia el mar para escapar de las furiosas llamas que danzaban con el viento sobre la cubierta.

Decidió descender sobre la cubierta envuelta en brazas ardientes, pero protegiéndose con un manto de luz. Sus sentidos estaban activados buscando más personas en problemas. A lo lejos vio a un hombre tumbado bajo la arboladura del barco, un conjunto de palos, vergas y masteleros en un buque. Luego de ayudarlo, el hombre, con la voz desgastada y débil, le indicó que un grupo de hombres se encontraban atrapados en la bodega.

Contemplando como segundo a segundo el buque se consumía sobre sí, se apresuró hasta la entrada de la bodega y en el corredor previo se encontró con un mar de fuego que impediría el acceso a cualquiera. Razonó que, de abrir la puerta, los hombres en el interior no conseguirían salir y tampoco tendría tiempo de sacar a uno por uno.

En el exterior los policías y miembros de protección civil, ayudaban a los marinos que llegaban nadando hasta el muelle. El buque había comenzado a hundirse y la gente del pueblo perdía la fe en que alguien más lograra salvarse. De pronto, luego de una estruendosa explosión que destruyó lo que quedaba del navío y que hizo enmudecer a los testigos, una enorme caja metálica emergió de entre las llamas y se elevó en el cielo, sostenido por una radiante luz blanca.

Usando la bogeda como un contenedor, Starlight llevó a los hombres restantes hasta la orilla, con ligeras quemaduras y demas heridas menores. El pueblo estaba sorprendido y agradecido por la presencia del Alfa en el lugar y lo demostraron con una serie de aplausos y halagos; mismos que le hacían preguntarse si lo mismo hubiera ocurrido de haberse quedado en su ciudad natal.

Starlight 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora