2- "La encomienda"

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Rasurarme era una de las cosas que más odiaba hacer en el mundo. En realidad, rasurarme y no poder beber.

Al margen de mi memoria emotiva, finalicé con la navaja, dispuesto a acicalarme y salir hacia esa vieja cafetería en las afueras de Brentwood. Lo mejor, era estar en sitio neutral.

Consciente que el horario de encuentro no era del todo convencional (las seis de la tarde) tendría en cuenta la hora de regreso; mi cliente era una mujer y que ella regresara a altas horas de la noche, no era algo que le agradase a ese tipo caballero que alguna vez hube de ser.

Contradictoria era la sensación que me habría quedado al momento de hablar con ella, tres días atrás. Con la voz quebrada, por momentos angustiada y fingiendo una estúpida seguridad, requería de mis servicios como investigador privado.

Dedicándome a este tipo de empleo tras enrolarme en las filas de FBI por más de quince años, ahora me encontraba fuera de la fuerza y sobreviviendo con casos pequeños y no renombrados. Debía escabullirme y pasar desapercibido.

Esa era ni más ni menos que la clave del éxito en esta clase de trabajos.

Publicaciones en pequeños diarios de pueblos no tan concurridos, un anuncio oculto tras varias páginas de búsquedas en Google y recomendaciones específicas, hacían de mí un profesional serio y de bajo perfil.

Mis clientes no solían ser mujeres; por el contrario, la mayor parte eran hombres presos de algún ataque de celos o con sospechas concretas de infidelidad. Quizás, esa monotonía en los casos obtenidos resultaría ser un punto que jugaría a mi favor al momento de aceptar esta propuesta.

Confusa, la señorita Neummen se había comunicado pidiendo "ayuda". Al usar esa palabra, con ese tono de voz tan remilgado y culposo, supuse que era una muchacha inocente, víctima de algún sátrapa que quería quitarle dinero además de dignidad. Algo en su discurso, en su modo de expresarse o simplemente un "no sé qué", me causaron la intriga suficiente en mi cabeza como para tomar el caso sin siquiera saber con certeza cuál era su propuesta concreta.

Aunque yo contaba con contactos de toda clase, tenía mis límite, como asesinar.

No obstante, erradiqué la idea de que esta mujer estuviese dispuesta a contratarme como un sicario. Con el desvelo atrapando mis párpados golpeteé mis mejillas, abriendo los ojos para despabilarme.

Arreglé el cuello de mi camisa blanca, nueva y detalladamente planchada y me coloqué la chaqueta de cuero negra. Enfermo de la puntualidad, estaba llegando tarde. Para peor, una llamada me retendría: era Bryan O'Hara, mi amigo y ex colega.

—Hey, Gus, ¿tienes algo que hacer esta noche?

—No tengo en claro a qué hora llegaré a casa —Mirando el reloj, estaba retrasado y como que siguiera entreteniéndome, la demora se acrecentaría minuto a minuto.

—¿Estás de ligue?

—No.

—Vamos, sabes que puedes confiar en mí...

—No estoy de cita, Bryan.

—¿Pero no estabas saliendo con Sarah?

—Nunca salí con ella. Fueron encuentros fugaces.

—Vaya que estás romántico, en otro momento le hubieras dicho revolcones —una carcajada estruendosa aturdió mi oído.

—Bryan, realmente tengo prisa. Cuando regrese, y si estoy a tiempo, podemos juntarnos; caso contrario, lo dejaremos para este viernes.

—¡Estás hecho un viejo gruñón! —disparó mi amigo, seis años menor que yo y en estado de cacería femenina permanente.

—Y tú, un adolescente tardío —sin quedarme atrás, mascullé y colgué.

El centinela - CompletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora