Epílogo

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Hope caminaba con mayor ahínco; aun así y tras mucho berrinche, acabó despatarrada en mis brazos. Era de llorar mucho, como Zach, quien para entonces, se había convertido en un pequeño gran hombre.

Generalmente, los viernes Barbara conducía rumbo a hasta Nashville para que su hermano viese a Hope y el sábado por la noche, lo retiraba. El vínculo entre hermanos era algo que no me dejaba de sorprender (y por lo tanto agradecer a la madre de Zachary) como así tampoco, las visitas que ocasionalmente los padres y la hermana de Mitchell nos hacían.

En verdad, de Gustave Steiner.

A mi mente vino el momento en que me confesó su verdadero apellido; en el Mustang, tras su encuentro con Barbara y su hijo, habría cobijado mis manos ignorando mi escena de celos y dando rienda suelta su beso apasionado, dispuesto a ofrecerme otra muestra de fe.

"   Quiero que conozcas todo de mí.

Ya he conocido tu apartamento, tu pasado, a Zachary...

No, lo que aun no sabes es cuál es mi verdadero nombre —parpadeé con asombro —. ¿Quisieras saberlo?

Lógicamente...¡es uno de los tantos misterios de la humanidad! —repliqué con humor y para entonces susurró a mi oído.

Es Steineren un susurro delicioso, confirmó.

Me agrada...

Espero que sí, porque será el apellido que llevarán nuestros hijos..."

Sonreí, como tantas otras veces al recordar nuestras peleas, nuestra forma de fastidiarnos y el modo en que nos complementábamos.

Hope era nuestra niña; una beba regordeta y hermosa de casi diez meses de edad que llevaba ese hermoso apellido que Gus me había confesado tener. Sus ojos eran grandes y muy verdes, como aquella esperanza que le daba su nombre.

Su piel blanca pálida, se destacaba por sobre sus brillosos rizos color azabache. Pero al ser mi niña, no existía objetividad posible en mis palabras o en mis actos al describir lo preciosa que era.

Avanzando con algo de dificultad sobre la callejuela de baldosas rotas, intenté hacer equilibrio con Hope a cuestas. Cuidando de no tropezar y caer, mis pasos eran cortos pero firmes.

Para cuando llegamos a destino Hope berreó contra su chupete, arrancándoselo de golpe y en un movimiento digno de una madre atenta la aventajé, atrapándolo. Mitchell me había enseñado a estar siempre alerta.

—Compórtate, Hope. Hemos venido de visita— más despierta refregaba sus ojos con insistencia, parpadeando constantemente.

Ahora pujaba por bajar de mis brazos. Inquieta, se removió por estar en libertad. En eso también se parecía a su padre.

Colocando el ramo de flores que milagrosamente aun permanecía en mi mano, me puse de cuclillas a su lado. Ella las olió y exageró su desencanto.

—¿No te gustan estas flores? ¡Pero si las hemos escogido juntas! —la niña meneó su cabeza, negando. Rascando su pequeña nariz, hizo puchero —.Intentaremos conseguir otras más bellas para la próxima, ¿te parece?

Su boquita dibujo una sonrisa enorme. Unos hoyuelos simpáticos similares a los de Zach, se hundieron en sus mejillas rozagantes.

Dejé las flores de lado para recoger junto a Hope algo de agua en el florero. Con esmero les quité el papel blanco que las rodeaba para acomodarlas en el pequeño tubo de porcelana algo grisáceo que descansaba sobre la tierra.

—Di hola, Hope —susurré dejando un beso en el cachete de mi niña; la emoción se instaló en mi garganta.

Mi hija saludó con la mano, tal como yo le pedía, obedientemente. Otra característica de su padre.

Conteniendo un llanto, inspiré profundo. Yo debía ser fuerte por mi hija. Sobre todo por ella. No debía verme llorar. ¿Cómo explicarle tanto dolor?

—No hay día de mi vida en que no piense en ti —dije en voz alta, acallando mi eterno dolor por su pérdida. Solo el tiempo curaría las heridas, aunque no tapase las cicatrices.

Me persigné, encomendando a Dios el descanso eterno de su alma. Hope hizo un además similar, del que me reí. Peiné con mi mano sus rizos rebeldes.

Recé en silencio, me entregué a palabras sentimentales y pedidos de paz. Para cuando finalicé, tomé a Hope de las manos y la abracé fuerte, fundiéndola en mi cuerpo.

—Te había prometido venir con Hope. Sé que estés donde estés, tu ceño estará fruncido y tu dedo acusador levantado diciéndome: ¡este no es lugar para niños!

Sonreí a desgano con su imagen en mi mente, con el recuerdo de sus ojos y de su voz.

De pie, medité un último instante, limpiando mi llanto con un pañuelo de papel, mientras Hope jugueteaba con los pétalos de unas margaritas de colores del florero. Desde que tempranamente había aprendido a caminar, estaba imparable.

—¡Creí que tendríamos que llamar a una ambulancia para poder llegar hasta aquí! —refunfuñó Zach algo cansado y bufando por caminar al mismo ritmo que Gus, ya fastidioso por el calor y por caminar con ese bastón ridículo que se había confeccionado por encargue. Era de madera oscura torneada con una cabeza metálica en forma de calavera.

—¡No se burlen de un anciano! —recriminó sosteniendo el peso de cuerpo de lleno sobre su ayudante de madera.

Lo cierto es que esos disparos habían dejado maltrecho a mi pobre Mitchell, quien como un gato, seguía teniendo vidas disponibles: dos heridas de bala impactarían de lleno en su abdomen que de no ser por los vecinos chismosos del edificio de O'Hara que de inmediato dieron aviso al servicio médico, le hubieran causado la muerte.

Su otra rodilla, la que gozaba de salud hasta ese instante, ahora contaría con prótesis de titanio en tanto que su clavícula, solo recibiría magulladuras.

Mitchell se había salvado de milagro; evidentemente no era su turno y Dios estaba dispuesto a dejarlo por más tiempo a mi lado.

A nuestro lado.

Hope le tiró sus manitas a su hermano mayor, quien encantado, la alzó. Retrocediendo, me puse a la par de mi bello esposo; sujeté su brazo derecho y ambos miramos hacia la tumba de mi hermana Liz.

—¿La vida tiene cosas extrañas, verdad? ─filosofando, Gus posó un beso en mi sien izquierda.

Lo observé embelesada, amándolo un poco más a cada segundo que pasaba.

—¿A qué te refieres más precisamente?

—No he sido yo quien te ha cuidado todo este tiempo. Ha sido ella ─haciendo una reverencia hacia la lápida de Elizabeth, dio por sentada su afirmación.

—¿Tú lo crees? ─me permití dudar.

—Ella ha velado por tu seguridad, te ha conducido hasta mí para que yo lo haga más de cerca. Simplemente, ordenó nuestros destinos para que se crucen y sea a través de mí, su protección.

Le sonreí, con la emoción vigente en cada rincón de mi rostro.

—Ella fue tu centinela, Maya. Tu verdadera guardiana ─Mitchell extendió su brazo para acercarme hacia él, incómodo por el bastón y de ese modo, hacerme ver la realidad. 

Una realidad que nos tendría cuidándonos unos a otros, cada uno desde nuestro lugar en el mundo.

FIN

El centinela - CompletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora