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Las ciudades habían desaparecido para siempre y el recuerdo de sus nombres, había desaparecido con ellas. El aire arrastraba las mustias y secas cenizas de la civilización, como sueños olvidados en una tierra olvidada para siempre. El colapso sorprendió a la humanidad y para nadie fue noticia. Aunque los huesos secos apilados en las calles, decían lo contrario. La muerte se enseñoreó del mundo y el fuego nuclear fue su instrumento de trabajo. Pero algunos lograron engañarla, unos pocos escaparon a su ira y a su juicio. Unos pocos luchaban por sobrevivir en el infierno de la descomposición y el caos. Pero aún más pocos, se aferraban a la esperanza de restaurar el orden.

Melvin y Eddie no eran soñadores, eran hombres prácticos en un mundo completamente disfuncional. Vivían de su trabajo y según ellos lo veían, su trabajo era bueno. Eran cazadores de recompensas. Se dedicaban a perseguir a los maleantes por cuyas cabezas existía un precio, un buen precio. Habían estado juntos desde niños. Se habían criado en el mismo basurero y habían compartido la misma comida, o la falta de ella. A pesar de sus marcadas diferencias, el uno negro y el otro blanco, hacían un gran equipo. La mañana en que todo inicio, los dos inseparables amigos rastreaban una nueva presa. El "Jorobado" Nelson no era una buena persona ni nada que se le pareciera, pero si alguien hubiese podido ver su final, seguramente se habría apiadado de su alma, ya que por el cuerpo, no había nada que hacer.

Dos semanas hacia desde que se emitiera la orden de captura contra el criminal, al que se le acusaba de múltiples asesinatos y violaciones en la zona de "Los Tres Puentes" y sus alrededores. Cuando Melvin y Eddie retiraron la carta en la comisaria, el alguacil les advirtió sobre la extrema peligrosidad del sujeto. De todas formas, el "Jorobado" Nelson era un solo hombre y los caza-recompensas confiaban en que lo podrían manejar. Bajo esta premisa, se alistaron para tráelo ante la justicia... ante la justicia de sus armas porque en el "Desolado", no había otra ley que la de las balas. Desde hacía mucho que los abogados, fiscales y jueces se habían quedado sin trabajo y cuando alguien recibía precio sobre su cabeza, más le valía correr. No era crueldad, era la falta de agentes del orden y de un sistema carcelario eficiente. Todo eso había quedado atrás, perdido entre las ruinas de la civilización.

La primitiva investigación de los cazadores de recompensas, les llevó a una antigua y ruinosa iglesia que en el pasado congregara a un pequeño grupo de feligreses bautistas. Ahora no era más que una ruina sobre otra ruina. El techo se había desplomado en varios lugares y las tejas españolas yacían desparramadas sobre las bancas podridas y el piso de madera. Algunos himnarios esparcidos por aquí y por allá, inflados por las lluvias y apestando a humedad. En un rincón había un destartalado piano sin teclas. No había una sola ventana con cristales y el pulpito se había convertido en leña mucho tiempo atrás. Bajo un improvisado cobertizo de cartón y madera, encontraron un colchón mugroso y deformado. Junto a él, una cacerola tiznada y tres latas de comida para perro. En una maleta de madera, había ropa vieja y una linterna sin pilas. Era todo.

- ¿Crees que esta sea la guarida del "Jorobado"? – Eddie tanteo el colchón con la punta de la subametralladora Sten.

- Podría ser. – respondió Melvin quitándose los lentes de sol para poder escrutar cada rincón de aquel reguero. – En todo caso el dueño de estas cosas tendrá que venir por ellas.

- Entonces esperaremos. – Eddie se dejó caer en una banca.

- ¡Claro que sí, esperaremos!

Y justo eso hicieron. Melvin y Eddie eran tipos pacientes, aunque no daban esa impresión. Habían correteado por años a toda clase de maleantes y ya conocían su oficio. Contrario a lo que se pueda pensar, era un trabajo monótono, que demandaba muchísimas horas de observación, de espera, de calma. Al final se desataba la tormenta, pero por lo general duraba unos pocos segundos, minutos a lo sumo. Aquel día no tuvieron que esperar mucho. Nelson asomó tres horas después y cuando atravesó el enorme portón del templo, no reparó en la presencia de los dos extraños. El sujeto era bastante repulsivo. Bajo y calvo. Con una malformación en la espalda que sin duda era producto de la radiación. Nelson vestía un grasiento mono de mecánico y un peto de motorista. En su mano enguantada, cargaba un bate de béisbol.

Otro Día en el ApocalipsisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora