Capítulo 5

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Mérida despertó por los rayos del sol que se colocaban por la ventana. Era algo inexplicable lo que sentía ahora mismo. Era la primera vez después de mucho tiempo que podía dormir en paz y sin tener miedo cómo la despertaran.
La castaña talló sus ojos para poder ver mejor. El dolor en su pierna comenzaba a sentirse otra vez, hizo media sonrisa. Prefería tener un poco de dolor y no estar muerta; siendo comida por ésos lobos en el bosque.

A pesar de las cobijas grandes y anchas que tenía en la cama dónde dormía; sentía frío. Tal vez era el clima o comenzaba a tener fiebre por su quebradura.

Recordó lo que Andrew le dijo y se acercó a la mesa de noche, tocó aquella campanita diminuta y no tardaron cinco segundos en que aparecieran dos mujeres con delantal por la puerta.

— Señorita Mérida. ¿Qué se le ofrece? — habló la más joven de ellas.

Ambas estaban con una sonrisa y Mérida se sentía incómoda con la presencia de las dos. En realidad; esperaba que el dueño de casa se acercara a ella.

— Quisiera saber si tengo temperatura. Tengo mucho frío. — dijo con vergüenza. Estaba pidiendo más de lo que se merecía; o éso pensaba.

— En realidad, la casa está fría. Se acaba de romper las tuberías del gas que dan la calefacción. No se preocupe, en minutos el señor Andrew lo resolverá. — respondió la mayor con una sonrisa. Mérida asintió.

— ¿Desea algo más? — preguntó la más joven.

— ¿Puedo bajar? — preguntó curiosa. A lo que las mujeres asintieron y ayudaron a la castaña a vestirse.

Ambas sirvientas ayudaron a que Mérida bajara con cuidado hacia la planta de abajo. Las escaleras eran enormes y podía sentir que no llegaría nunca al final de éstas.

Luego de varios minutos intentando bajar aquellas enormes escaleras, lo logró y la encaminaron hacia el comedor.
Era gigantesco, tenía muchas personas trabajando para ésta casa. Cocineros personales, y Mérida podía verlos; ya que la cocina y el comedor estaban unidos. Iban y venían, de aquí para allá; tantas veces que la castaña sentía que se desmayaría.

Nadie le prestaba atención, ni siquiera eran capaces de saludarla. Todos estaban en sus labores y parecía que vendría hasta el mismo presidente, ya que todos estaban apurados en terminar lo que estaban haciendo.

Dos aplausos estruendosos se oyeron en todo el comedor. A decir verdad; era el comedor más grande que sus ojos habían visto en toda su vida. Aquella mesa medía más de cinco metros y tenía más de veinte sillas de cada lado.
Todos los trabajadores al sentir aquellos aplausos, dejaron de hacer lo que hacían y un silencio bastante incómodo se formó en el ambiente.

Todos miraron al protagonista de aquello.

— ¿Ya está el desayuno? — preguntó seriamente.

Mérida podía verlo mejor en el día. El comedor era de color blanco y él resaltaba más al vestir todo de negro. Vestía unos jeans ajustados color negro, zapatos de vestir, una polera con cuello negra y su típico cubre bocas. Suspiró al verlo.

Él tomó asiento en la otra punta de la mesa, quedaba bastante lejos de dónde Mérida estaba sentada; ya que ella también estaba en la otra punta.
Las sirvientas dejaron miles de platos en la mesa, tanto para Andrew cómo para Mérida.

Y ahí es cuándo la respiración de la castaña dejó de existir. Lo había visto. Aquellas manos delgadas que se encontraban llenas de dibujos en color negro, quitó suavemente su cubre bocas. No podía verlo del todo, ya que su miopía y astigmatismo se lo impedían. Pero sus marcas en el rostro eran más notorias; hasta le causaban un cierto miedo a Mérida.

Éste cortó su tocino a la mitad y se lo llevó a la boca. Lo masticó lentamente mientras la mirada penetrante de su nueva invitada estaba en él. Golpeó la mesa y ella pegó un leve brinco junto a un gritillo que se pudo escapar de sus finos labios. La miró fijamente y sí, ahí estaban ésos ojos azules, tan azules cómo el mismo mar .

— ¿Vas a comer o se te quitó el apetito? — preguntó mientras se limpiaba la comisura de los labios con lentitud.

— Si, si. — respondió apenas. Y comenzó a copiar los mismos movimientos que el dueño de la casa.

— ¿Hay leche? — preguntó en voz alta y no tardaron ni dos segundos; ya que una jarra llena de leche caliente se encontraba encima de la mesa.

Ella terminó de comer en silencio y apartó su plato. Se colocó de pie y pudo sentir la mirada de Andrew en ella. Estaba a punto de levantar sus platos; cuándo éste la detuvo.

— ¿Qué demonios se supone qué haces? — preguntó con la voz serena.

— Voy a lavar mis platos. — respondió inocentemente.

— Vuelve a sentarte. — dijo en tono de órden y ella no quería faltarle al respeto, por ende; le hizo caso. — ¡Lori! ¡Recoge los platos de la señorita!. — vociferó e hicieron lo que les pidió. — ¿Tienes frío? — preguntó y ella asintió.

Se puso de pie y se colocó  nuevamente el cubre bocas. Se acercó a Mérida y se puso a su lado. Ella lo miró y entendió aquella acción, colocó su brazo por detrás de su cuello y la tomó en brazos; hasta el enorme sofá de la sala de estar.

— ¿No estoy pesada? — preguntó inocentemente.

— Pesa más mi perro. — respondió sin más.

Él tomó una caja de fósforos que se encontraban en su pantalón y encendió uno, para luego tirarlo dentro de la chimenea. Ésta se encendió y Andrew tomó dos pequeños troncos que estaban a un lado, los metió ahí.

— Puedes quedarte aquí mientras limpian tu cuarto. — habló para mirarla. Ella también lo hacía atentamente. — Puedes leer, dibujar, escribir, lo que tu quieras; si quieres una computadora, llamas a Rosa o a Lori, cualquiera de las dos te atenderán. Yo debo volver al trabajo. — terminó de decir y no le dio más tiempo en poder responder algo a Mérida.

— Si, patrón. — respondió Mérida rodando los ojos. Él ya se había marchado.

El Encanto De La Bestia. [EN EDICIÓN] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora