Regnar

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Hacía mucho frio. En Firlag siempre hacia frío no importaba la estación en la que se encontrasen, allí siempre había nieve. Habían acampado al anochecer, en los límites de un bosque de arboles de hielo. Todo cuanto podía ver era blanco, con excepción de la gran hoguera que habían levantado en el centro del campamento. A Regnar le había tocado hacer la segunda guardia del borde del campamento con el bosque, así que se encontraba a unos diez metros de la calidez de la gran fogata.

Regnar se había criado en la ciudad más sureña de Firlag, pero incluso allí las nieves eran perpetuas. Tenía veinte años y acaba de alistarse en el ejército de su reino. Había abandonado su ciudad natal al morir su padre el año anterior. Había tardado cerca de un año en llegar hasta Guilug, la capital de Firlag, para alistarse en el ejército. Y tres semanas más tarde se encontraba en algún punto del Valle Blanco en su primera misión. Habían salido de Bosqueblanco dos días antes para dar caza a una manada de colmillos de las nieves, que habían estado rondando el pueblo. Durante los dos días que llevaban de búsqueda, habían acabado con dos de aquellas horribles criaturas.

Eran un batallón de treinta hombres de los cuales cinco unidades pertenecían a la infantería, diez a la caballería y quince eran arqueros. Regnar no sabía mucho sobre los monstruos a los que se enfrentaban, ni siquiera había podido ver los cadáveres de los dos que habían matado porque los habían quemado antes de que la infantería llegase. Y él era un soldado de infantería. Llevaba ropas de abrigo debajo de su armadura; casco, brazales y botas de hierro, y una cota de malla de acero. Sujetaba en una mano una antorcha y la otra la tenía sobre la empuñadura de su espada. El cielo estaba totalmente descubierto y había buena visibilidad, pero no había gran cosa que mirar. A su espalda se encontraba su campamento, a los lados no había más que nieve y enfrente estaba el bosque. Era un bosque de altos arboles blancos con algunas líneas negras a lo largo del tronco, con hojas igualmente blancas. Una vez empezaba el bosque ya no se veía nada mas, y la línea del bosque se extendía hacia ambos lados sin ningún cambio en el panorama. Los bosques del norte eran así todos, monótonos y tristes.

No sabía con exactitud el tiempo que llevaría vigilando aquel pétreo paisaje, pero desde que había comenzado su turno no se había movido una hoja. Montar guardia era aburrido, pero alguien debía hacerlo. Se giró un momento para mirar hacia la hoguera, allí estaban sentados en rededor dos más de sus compañeros que charlaban entre susurros. Desde donde estaba no le llegaban los murmullos de lo que decían. Cuando volvió a girarse hacia el bosque lo que vio le dejo congelado. Quiso gritar para dar la voz de alarma, pero no pudo.

Donde antes solo había nieve ahora había un gran número de criaturas que se erguían sobre dos patas. Eran de un color grisáceo y algo más grandes que un humano, con largas colas que movían lentamente de un lado para otro y según pudo vislumbrar Regnar, acababan en un afilado aguijón. Sus cuerpos estaban cubiertos por escamas y tenían dos brazos acabados en unas afiladísimas cuchillas en las que algunos se apoyaban. Las cabezas eran alargadas con grandes colmillos sobresaliéndoles de las bocas; no tenían ojos pero si dos grandes agujeros encima de la fauces que debían de ser los orificios de la nariz. A Regnar le basto con un golpe de vista para darse cuenta de que debían de ser mas de una docena y no necesito que nadie se lo dijese, aquellos seres eran los colmillos de las nieves, monstruos que se usaban para asustar a los niños, seres que muchos creían extintos en el Valle Blanco. Seres que, según las leyendas, podían rivalizar con los licántropos.

Regnar consiguió al fin recobrar la voz y dio el grito de a las armas. En cuanto hubo terminado desenfundo su espada y se preparo para el combate. Los colmillos se habían lanzado a la carrera desde el linde del bosque, y solo unos veinte metros les separaban del campamento. A su espalda, Regnar, comenzó a escuchar el sonido de sus compañeros desenfundando sus armas, los relinchos de los caballos y las órdenes del sargento. A su lado aparecieron de pronto sus compañeros con los escudos de madera del norte en las manos. Lanzo su antorcha en dirección al bosque y se agacho para coger su escudo. Entonces escuchó el agudo chillido de guerra de los colmillos que ya debían de estar encima de ellos y el silbar de las flechas al pasar por su lado.

El Guardián del HieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora