Parte 1

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El reloj de la cocina marcaba las siete en punto. La mañana empezaba con un sol alegre y enérgico que, sin temor alguno de lo que fuera a encontrar, ingresaba a todos los hogares a través de las ventanas, como acostumbran a hacer los amantes cuando son conocedores de la ausencia del señor de la casa, impulsados por las ganas de recibir un poco de amor.

Claude McPherson se encontraba en la cocina haciendo inventario de las copas de vidrio que usarían al día siguiente para celebrar la boda de Joan, su hija mayor. Hasta ese instante, llevaba 30 copas contadas, acomodadas en filas de diez sobre la mesa de madera tallada y aún faltaban más.

Estaba muy triste. Hace tres años fallecía Gregor Chase, su esposo, en un accidente de tránsito y desde entonces había quedado con la compañía de sus hijas, Joan y Mercy. Al día siguiente serían sólo Mercy y ella, Joan estaría casada y ya no viviría más en la casa que la vio crecer.

Esa mañana no asistió a trabajar al Armagh County Museum de Irlanda. Había conseguido el permiso que necesitaba para ayudar con los últimos preparativos del casamiento, cosa que sorprendió de sobremanera a Claude, quien siempre tuvo una imagen poco agradable de la dueña del museo.

Mercy preparaba chocolate caliente para el desayuno. En el horno se doraban unos pastelillos de vainilla. El aroma dulce inundaba toda la casa, abriendo el apetito a cualquiera que estuviera cerca y lo olfateara. Había notado a su madre muy extraña, no la veía feliz y radiante por la llegada de la boda y eso la preocupaba.

Claude no podía evitarlo, por lo que, en lugar de ocultar sus emociones, decidió abrirse por completo a su hija, quedando al descubierto el verdadero pesar que la obligaba a estar así. Mercy la consoló por varios minutos, hasta que consiguió arrancarle una sonrisa lánguida.

El horno se apagó y Mercy retiró la bandeja de acero inoxidable que tenía los pastelillos listos aún en sus moldes. La gran mayoría de las personas en Irlanda los hubieran preferido fríos, para gustar mejor su dulce sabor, pero a ellas les gustaba más comerlas calientes. El día anterior, Claude leyó en una revista un artículo donde mencionaban que consumir alimentos muy calientes podría ocasionar cáncer en el esófago. De igual manera, se comió dos pastelillos humeantes acompañándolos con una taza de chocolate cuya temperatura se asemejaba al magma de la Colina de Croghan, cuando aún era un volcán que causaba mucho temor.

A las ocho y cuarto; apareció Joan buscando llenar su estómago hambriento, devorando cuatro pastelillos seguidos de dos tazas de chocolate. No había dormido bien en toda la noche pensando en su gran día, en la que por fin Gustave Fortabat y ella serían marido y mujer. El hambre era tal que hacía que sus manos temblaran, aunque no podía saberse si era debido a su estómago vacío o a los nervios pre-matrimonio como lo llamaba Mercy. Desayunó como nunca, sin siquiera ponerse a pensar en el vestido de novia que tenía impecablemente guardado en su habitación. ¿Y si de tanto comer, le crecieran un poco la barriga y las caderas?, no cabría en el vestido hecho a medida por su suegra. Pero ¡a quién importaba eso! Si Joan, que era la novia, no pensaba en esa posibilidad, ¿por qué habrían de pensarlo los demás?

Por fortuna, aquello no sucedió. Llegado el día de la boda, Joan apareció en la iglesia convertida en toda una reina, con el vestido quedándole a la perfección.

Claude se pasó llorando durante toda la ceremonia, conmovida al ver que aquella niña que antes le pedía que la protegiera de los duendes, estaba parada en el altar, recibiendo el sacramento del matrimonio. También lloraba pensando en lo feliz que hubiera sido Gregor si vivía para presenciar aquel acto de amor.

La Visita de DiógenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora