Parte 3

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Después de prepararse sándwiches de queso y jugo de naranja, Claude se sentó al lado de su hija, con intenciones de escuchar aquello que tan feliz la tenía, con el brillo de sus ojos azules iluminando todo a su alrededor.

Ya dicha la noticia, Claude la abrazó por largo rato. Del otro lado, aquel que no puede verse, Diógenes reaccionaba al sonido que emitía la puerta de cristal, la puerta de Claude. Observó la puerta y vio que nada le había sucedido, pero cuando dirigió sus ojos grises al muro, notó que se había agrietado repentinamente. Se puso de pie, contando los segundos que tardaría en quebrarse totalmente para permitirle la entrada a aquel lugar al que ningún ser humano podría siquiera posar sus pies.

Claude recordaba el día en que su hija escribió la carta con manos temblorosas. Pasaron meses desde aquella vez y apenas ese día le habían recompensado la espera. Mercy no cabía en sí de tanta felicidad.

En la Embajada, le explicaron todo lo que necesitaba saber sobre la Universidad, las carreras, las documentaciones, el departamento para estudiantes en el que viviría con otras personas y lo más importante: el día del viaje. Volaría a Italia dentro de un mes, tiempo suficiente para que Mercy preparara todas sus cosas y se pusiera a practicar el idioma de aquel país que había aprendido en el instituto cuando tenía 16 años.

Al día siguiente, Claude amaneció con un terrible dolor en el cuello que le impedía mantener la cabeza erguida demasiado tiempo. No fue a trabajar a causa de ello. Mercy se ofreció a cuidarla, pero Claude se lo negó alegando que no era necesario, que con unos analgésicos y un buen descanso el dolor desaparecería.

Mercy fue a trabajar a la joyería, pensando en la nueva vida que le aguardaba en Italia, en todo lo que tendría que decir al señor Wendell para que se preparara para contratar a otra persona en la vacante que ella dejaría al partir y en su madre con el cuello torturándola. Se sentía algo preocupada por haberla dejado sola.

Pero Claude no estaba sola. Diógenes le hacía compañía sin que nadie se percatara de su presencia, aunque él no estaba allí para curarla. Tampoco era el responsable de que el cuello de Claude se encontrara tan adolorido, aquello se debía a una mala posición adoptada por ella cuando estaba dormida. Diógenes no sentiría culpa por algo que no había hecho ni de las cosas que haría con ella después.

Para el mediodía, Claude ya sentía los efectos favorables de los analgésicos. El cuello ya no le dolía tanto pero el estómago le rugía fieramente, obligándola a levantarse para cocinar algo decente con qué satisfacer su hambruna.

La Visita de DiógenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora