Parte 9

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Ese miércoles permaneció encerrada en su casa. Una vez se hubo tranquilizado; el teléfono sonó.

Era Joan. Por el tono alegre que tenía en la voz, sólo podían esperarse buenas noticias. Joan le comentó que tanto a ella como a Gustave les estaba yendo muy bien en Francia. La situación económica era más que favorable en aquel lugar, tanto que Joan pidió a su madre que renunciara al museo y se quedara a descansar en casa. "Con que sigas teniendo la tarjeta de crédito bastará. Del resto me encargo yo" había dicho Joan. Le depositaría mensualmente 150.000 euros para que no tuviera que preocuparse de los gastos mientras le durara la existencia.

A Claude no le gustó mucho la idea, pero terminó cediendo a la propuesta de su hija. Llamó a la dueña del museo, diciendo que no se presentaría a trabajar ese día, pero que pasaría por el lugar en horas de la tarde para hablar con ella. La mujer estaba enojada, la reprendió por teléfono por unos minutos y finalmente dijo que la esperaría.

Claude estuvo a punto de colgarle el teléfono, pero se contuvo. ¿A quién le importaba que la trataran de irresponsable, poco seria y demás cosas? Renunciaría de todos modos.

Toda la mañana transcurrió con ella mirándose las manos continuamente, pensando en cómo deshacerse de la basura en su habitación y preguntándose más de cien veces quién era el anciano que se le aparecía en sueños.

Tenía hambre, pero no así las ganas de cocinar. Se contentó comiendo un pedazo de pan algo duro mientras miraba por la ventana sin nada interesante por mostrar, escuchando a algún que otro ratoncito paseándose en la alacena.

A las cinco de la tarde; caminó rumbo al museo. Pasó frente a la joyería de Ferdinand Wendell. Pensó en saludarlo desde la ventana, pero estaba con una clienta y él no la vería. Claude siguió avanzando, olvidando haberse cruzado frente al negocio de su vecino.

En el museo, la dueña la estaba esperando con un rostro amargado y lleno de pequeñas arrugas. Ni siquiera aguardó a que Claude la saludara, directamente le preguntó de qué quería hablar. Al oír que renunciaba, la mujer la miró con sorpresa. Cuando pensaba preguntarle el motivo, notó una palidez que no había visto nunca en Claude, incluso sus ojos carecían de brillo. Pensó que tal vez estuviera enferma y que era algo lo suficientemente grave como para haberla hecho renunciar.

Teniendo aquel pensamiento en mente; aceptó la renuncia. Claude echó un último vistazo a las obras de arte que podía ver desde la puerta y se retiró.

Llegó a su casa poco después de haberse ocultado el sol. Sintió náuseas cuando abrió la puerta de su habitación y fue recibida por el olor desagradable proveniente de las bolsas de basura. Entró con las manos tapándole la nariz, sacó un libro del estante y rápidamente se retiró a la habitación en la que antes dormía Mercy. No pensaba pasar la noche en la suya.

Mercy había dejado algunas cosas en su armario, entre ellas algunas almohadas y mantas limpias. Consumió parte de la noche leyendo a la luz tenue de la lámpara que tenía al lado de la cama hasta que se quedó dormida.

El anciano permanecía sentado sobre los cristales rotos. Esta vez tenía puestos un par de medias (las mismas que había visto Claude la noche anterior) y unos pantalones negros cubriendo sus piernas. De la cintura para arriba seguía sin ropa. Claude estaba sentada frente a él, sin poder despegar sus ojos de los del viejo. Aquellos ojos grises la tenían en un estado similar al trance.

En un determinado momento, notó que tenía un fragmento de cristal frente a sus pies. Ella lo observaba. En el sueño anterior eran trece, ahora sólo uno. De repente, el anciano abrió la boca; "¿ya lo descubriste?" dijo con una voz que helaría a cualquiera que la escuchase. Claude no entendía a qué se refería y antes de darse cuenta ya se encontraba despierta, con el trinar de los pájaros celebrando una mañana más y rodeada de más de cuarenta cajas, algunas llenas de botellas vacías y otras con latas de guisantes caducadas.

La Visita de DiógenesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora